Hay un mal de nuestro tiempo que cualquiera que tenga ya una cierta edad y caiga en la cuenta habrá visto crecer en los últimos años. Las personas cada vez se ayudan menos entre sí. Es muy difícil pedir ayuda en una gran ciudad sin que nadie te tome por un delincuente. Es frecuente llamar o acudir personalmente a cualquier lugar de atención al público y encontrarse con que el empeño de la persona que allí está sea sacársete cuanto antes de encima. El fenómeno pandémico de la cita previa, en muchos casos innecesaria, o de algunos médicos pidiendo a sus pacientes que les mandaran fotos de su dolencia, puso al descubierto algo que, visto en su conjunto y sin señalar a ningún colectivo, muestra claramente una sociedad cada vez más individualista y menos solidaria.
Lo curioso del caso es que cada vez son más las personas comprometidas con alguna causa sociológicamente relevante, al menos de boquilla, pero con cierta frecuencia también trabajando con ahínco. Sin embargo, ha aumentado muy relevantemente el activismo de sofá, es decir, el que se ejerce con toda tranquilidad desde casa soltando sapos y culebras en alguna red social o lanzando mensajes la mar de comprometidos –en apariencia– pero que en realidad solamente revelan una voluntad de quien los escribe de sentirse buena persona, o al menos reafirmado, sin tener que mover ni un dedo.
¿Qué nos ha pasado? Pagamos más impuestos que nunca, la riqueza se redistribuye todavía con demasiadas desigualdades, pero cada vez mejor, y en definitiva disponemos de una sociedad que en su conjunto ha hecho que nuestro ambiente sea bastante más respirable que el de hace cien años. Basta con ver las fotos de entonces para darse cuenta. Hace un siglo, las enormes diferencias sociales eran bien visibles en la vestimenta de la mayoría de personas. También se percibía mucho desaliño y suciedad, pocos servicios públicos y un incivismo bastante grande con el bien común, sobre todo en materia de higiene o en aspectos aparentemente tan banales como la conducción. Hagan memoria y recuerden cuántas veces a la semana se duchaba la gente hace cincuenta años, o dónde se aparcaban los coches, o cómo se conducía por todas partes, y a qué velocidades o con qué tasas de alcoholemia… Sin duda, hemos mejorado.
Pero hemos perdido el hábito de echar una mano, y ello ha provocado males peores que los que hemos superado. La soledad en muchos lugares populosos puede ser atroz. Los trabajadores de una empresa cada vez se atreven a asumir menos responsabilidades por temor a equivocarse y perder su trabajo. Ello afecta a cualquier puesto laboral, existiendo constantes –y crecientes– estrategias elusivas que generan bajo rendimiento en quien las protagoniza y una sobrecarga de trabajo enorme en sus compañeros.
Hay sectores donde las consecuencias son todavía más sensibles. Hace años, cualquier ciudadano que se quejaba del ruido que hacía su vecino llamaba a la policía, que sistemáticamente acudía. Ahora muchas veces no responde. No hace tanto era insensato pensar que alguien pudiera entrar en un inmueble que no fuera el suyo y quedarse, porque la policía lo expulsaba de inmediato. Ahora demasiadas veces no es así. ¿Por qué? Se ha sabido la razón gracias a estudios empíricos a raíz de la instalación de cámaras personales en el uniforme de los agentes. Muchos se inhiben de actuar por temor a incurrir en responsabilidad penal o administrativa al menos. Algo parecido les pasa a los médicos. Algunos amargan a sus pacientes con algo que bien podría llamarse ensañamiento diagnóstico, prescribiéndoles una prueba tras otra, sin una auténtica razón, solamente para no incurrir en responsabilidad, por si acaso. De hecho, la prestación del consentimiento para pruebas o intervenciones se ha burocratizado tantísimo con el fin de cubrir responsabilidades, que el paciente a veces es incapaz de comprender realmente lo que le van a hacer.
Tal vez lo que ha ocurrido es que antes que perder solidaridad, se ha dejado atrás la condescendencia y la comprensión. Consiste en asumir que nadie es infalible y en ayudar a subsanar errores, habitualmente involuntarios. Se trata de no pensar sistemáticamente que todo el mundo es un mal trabajador, u obra de mala fe. Y es que los casos de mala praxis en cualquier profesión son escasos, y suelen clamar al cielo. Pero nos hemos instalado en la cultura de la queja. Es muy positivo que la igualdad que se ha ido imponiendo en nuestra sociedad haya acabado con el temor reverencial al juez, al abogado, al médico, al policía o al profesor, por ejemplo. A cambio, todos los citados no pueden pasar a ser sospechosos habituales cuando algo se tuerce.
Un último tema. No se puede trabajar con superficialidad ni con frivolidad. Cada trabajador debe ser consciente de que el correcto ejercicio de su profesión es una de las formas más importantes de ejercer la solidaridad, es decir, de ayudar a la sociedad. No se puede aplaudir al pícaro que elude su trabajo y su responsabilidad, y que se atreve a poner la mano a fin de mes para cobrar su sueldo. En este lugar del mundo se les aplaude demasiado, en cualquier entorno. Se les mira con simpatía y complicidad. De su rechazo social depende que mejore nuestra sociedad de una vez por todas.