La violación sexual de mujeres por parte de los hombres tiene una larga historia de legitimación en nuestra cultura. Muchos mitos fundacionales están basados en violaciones de mujeres, aunque lo cierto es que no han sido considerados tales hasta hace relativamente poco tiempo, como bien nos explicó Georges Vigarello en su Historia de la Violación. La función principal de la violación siempre es la misma, ser una fuente de intimidación permanente de las mujeres, ya que ningún sistema de dominación puede existir sin la violencia y el miedo. Vigarello nos enseña que la violación tiene una historia y que está sometida a cambios para ser siempre funcional al patriarcado. De estar completamente normalizada y ser considerada nada más que una expresión de las necesidades naturales de los hombres, siempre provocadas por la concupiscencia femenina (la simple presencia en el espacio público), a haberse convertido, como explica muy bien Rita Segato, en un mandato de masculinidad, muy necesario en una sociedad en la que las masculinidades tradicionales se encuentran cada vez más fragilizadas.
Y, además, como sigue explicando la antropóloga brasileña, a esta perentoria necesidad de reafirmar una masculinidad tradicional acosada en todos los espacios gracias al empuje del feminismo, se une ahora un determinado proyecto histórico muy vinculado al capitalismo. Dice Segato: “Para esta fase del capital es indispensable que las personas se vuelvan menos empáticas, que sean menos vinculadas. Que el sufrimiento del cuerpo que tengo al lado no vibre en mí. Que se anule la solidaridad que es consecuencia de la empatía. Nos están entrenando para ser menos empáticos y tolerar el presente”. Si tenemos en cuenta que el patriarcado está basado en la consideración de las mujeres como esa Otra que nunca es igual, la suma de ambos sistemas de dominación da como resultado lo que Lagarde ha definido como un proceso de “brutalización del patriarcado”.
La violación presuntamente cometida por cinco jóvenes en Pamplona durante los Sanfermines se ajusta de manera casi perfecta al guión descrito por Segato o Lagarde y que caracteriza las violaciones contemporáneas. Cinco jóvenes normales, incluido un representante de la ley, se van a los sanfermines a divertirse. Divertirse para ellos supone exhibir constantemente una masculinidad hiperbólica, agresiva y al mismo tiempo acomplejada, que necesita imponerse brutalmente. La subjetividad de estos hombres se construye sobre una masculinidad que necesita reafirmarse en todas sus acciones, en sus tiempos de ocio, en sus bromas, en las conversaciones que tienen entre ellos. Esta pandilla tiene un grupo de WhatsApp en el que no parecen hablar de otra cosa que de denigrar y violar a mujeres a las que han salido a cazar. El grupo se autodenomina La Manada, no hace falta ser muy inteligente para interpretar ese nombre. Divertirse para ellos parece consistir en exhibir histéricamente una masculinidad que necesitan permanentemente imaginar como de dominio sobre todo lo femenino, a modo de expresión de control sobre un mundo que les debe resultar amenazante. Violar parece ser la única manera que conocen de relacionarse con las mujeres.
“Tengo reinoles (rohypnoles) tiraditas de precio. Para las violaciones”. “Hay que empezar a buscar el cloroformo, los reinoles, las cuerdas… para no pillarnos los dedos porque después queremos violar todos”. “Violaría una rusa que vea despistada y palizón a un niño de 12 años inglés. 2-0 y pa casa”. Estos son algunos de los mensajes habituales que se intercambiaban.
Es fácil imaginar lo que estos jóvenes deben de sufrir cuando tengan que fingir en sus respectivos trabajos que respetan a las mujeres, cuando tengan que acatar la orden de alguna jefa o cuando sean reprendidos en público por hacer algún chiste machista. Por eso es tan importante para ellos ese grupo de WhatsApp en el que se desahogan y en el que se demuestran unos a otros que aunque tengan que callarse ante la orden de una jefa o ante el reproche de una mujer feminista, poseen, no obstante un espacio común en el que pueden humillarlas, denigrarlas y, así, dominarlas.
Para ser un hombre, naturalmente, hace falta que otros lo vean. La masculinidad es una performance que necesita público. Pero esa masculinidad también necesita exhibir capacidad de dominio sobre las mujeres, y en tiempos neoliberales también crueldad; mujeres deshumanizadas al límite para poder verter sobre ellas todo ese miedo a ser considerados poco hombres, y toda esa rabia. Las violaciones grupales, que se dan cada vez más, no son prácticas en las que los hombres violen porque crean que tienen derecho a acceder al cuerpo de las mujeres en cualquier momento en el que sientan deseo, sino que violan porque necesitan demostrar(se) algo, por eso van juntos y por eso lanzan su hazaña al mundo. Son prácticas de dominio y de crueldad, de extrema crueldad. En Brasil, en este mismo año 30 hombres se pusieron en fila para violar a una adolescente y hace menos de un mes varios hombres violaron a una niña de 12 años. En ambos casos lo difundieron por las redes.
En el caso de Pamplona, no sólo el vídeo sino también los mensajes escritos a sus compañeros de juerga demuestran que no les bastaba con grabarlo y que de la grabación cada uno extrajera sus propias impresiones, que no les bastaba con ser muchos allí violando y vigilarse así unos a otros, sino que necesitaban contarlo con sus propias palabras. Y no lo cuentan explicando su goce, sino su dominio y su capacidad para convertir a la víctima en un espacio de reafirmación masculina. Necesitan viralizar su falta absoluta de empatía por una mujer herida, porque eso les hace hombres: “Follándonos a una entre los 5, puta pasada de viaje”. Y lo viralizan para que otros hombres puedan, a su vez, celebrar esa masculinidad y consagrar así el modelo de pacto masculino que les sostiene.
La violación de los Sanfermines impresionó al juez que visionó las grabaciones y ha merecido la máxima petición de pena por parte de la Fiscalía, más de 22 años para cada uno de los acusados. Esta es una de las violaciones más terribles de los últimos tiempos porque, si bien todas ellas son terribles para la víctima, en este caso se dan todas las características descritas por las investigadoras de la violencia sexual contemporánea, entre otras cosas que son violaciones marcadas por la pornografía. El informe del fiscal acerca de lo que le hicieron a la víctima describe una escena que es absolutamente corriente en la pornografía mainstream, violaciones grupales anales, vaginales y bucales a un tiempo en la que una mujer viva y sintiente parece desearlo. Cualquier niño de 10 años que ve a Superman volar en el cine sabe que las personas no vuelan pero, curiosamente, la mayoría de los hombres que ve pornografía aprende que eso es el sexo, que esas son las relaciones sexuales que las mujeres queremos o, quizá, las que nos merecemos.
Y después de la violación, como siempre, igual que hace poco en México donde la Fiscalía culpaba a una asesinada de su propio asesinato, aquí también hubo varias cadenas de televisión en cuyas tertulias se la culpó a ella de lo que le sucedió: no debió irse con los agresores, no debió otorgarles esa confianza. No debió olvidar que existen las manadas y que si no tienes cuidado te cazan. Ella es culpable de no haber asumido que a los hombres hay que tenerles miedo y que tenemos que estar en alerta permanente y restringir nuestra presencia en según qué espacios, a según qué horas, y que mejor no vamos solas.
Ellos no han pedido perdón en ningún momento ni han mostrado ningún signo de arrepentimiento. Por el contrario insisten en que ella quiso ser sometida a situaciones de dolor físico y moral insoportables, que se estaba divirtiendo. No tengo claro si a estas alturas lo seguirán pensando, es posible que sí. Su imposibilidad para empatizar con las mujeres, con el sufrimiento de las mujeres, es evidente. El patriarcado ha hecho con estos tipos un trabajo perfecto.
Estamos acostumbradas a que las violaciones sean minimizadas, puestas en duda sistemáticamente por los acusados, por el entorno del acusado, por los medios de comunicación y, finalmente, por una institución judicial en la que campa a sus anchas la misoginia; lo vemos a menudo en multitud de sentencias que nos parecen machistas porque lo son.
Este caso supone un punto y aparte en el tratamiento de la violación en España, además de por ser un caso de una brutalidad espeluznante, porque las penas que se piden están perfectamente ajustadas a su gravedad. Durante el juicio vamos a tener ocasión de ver si los medios de comunicación están a la altura en la defensa y en solidaridad con la víctima o por el contrario defienden a los agresores. En un momento en el que la reacción patriarcal a los avances de las mujeres está brutalizándose, vamos a ver cómo responde el Estado.