La máxima vil: los ricos y los impuestos
En el año 2001, ciento veinte multimillonarios norteamericanos, entre los que se contaban personalidades como el ubicuo financiero George Soros, Steven Rockefeller o la acaudalada coleccionista de arte Agnes Gund, firmaron una carta en la que pedían al recién elegido presidente del país, George W. Bush, que no eliminase como había anunciado el equivalente a nuestro Impuesto sobre Sucesiones (el Us Estate Tax), tributo que gravaba con una tasa que iba del 37 al 55% las herencias de valor superior a un millón de dólares. La iniciativa de la petición partió de William H. Gates II -abogado retirado, también millonario, filántropo y padre de Bill Gates-, quien la justificó explicando que no se podía premiar la adquisición de riqueza por el mero azar del nacimiento, pues ello desanimaría el esfuerzo y el talento como palancas de la prosperidad. Otro de los promotores de la carta, Warren Buffet, presidente de la gigantesca tenedora de acciones Berkshire Hathaway, advirtió sobre el impacto catastrófico que la supresión del gravamen tendría en la composición de la élite económica norteamericana recurriendo a un ejemplo muy popular. “Sería como formar el equipo olímpico para los Juegos de 2020 eligiendo a los primogénitos de los medallistas de 2000”, dijo. En otras palabras, se fomentaría la incompetencia.
No ha sido la única vez que los más ricos de Estados Unidos han mostrado un entusiasmo por el pago de impuestos que aquí nos resultaría como poco exótico. En el año 2011 Bill Gates y Warren Buffet reclamaron al presidente Obama una significativa subida tributaria para las rentas más altas del país y, más recientemente, en 2017, hasta cuatrocientos millonarios animados por el lema “riqueza responsable” pidieron al Congreso que frenase la drástica reducción de impuestos prometida por Donald Trump. Incluso en la órbita política republicana, el magnate del aluminio Paul O’Neill abandonó el cargo de Secretario del Tesoro para el que le había designado Bush junior disconforme con la rebaja fiscal. Entonces contestó a quienes suelen cifrar el crecimiento económico en la bajada de impuestos declarando ante la prensa que si él hubiese guiado sus inversiones exclusivamente por la búsqueda de impuestos bajos jamás habría alcanzado el éxito en los negocios.
Más allá de que nos preguntemos por la proporción de sincero patriotismo y propaganda que encierran tan edificantes declaraciones de los más ricos, hay motivos para concluir que ni se han convertido en unos apóstoles del socialismo ni han dejado de preocuparse por el beneficio de sus empresas. La oposición a que desaparezca el Impuesto sobre Sucesiones enraíza en lo más profundo del ideario liberal que persigue una sociedad basada en el mérito. Fue John Stuart Mill quien en sus Principios de economía política defendió que el Estado pudiera limitar la propiedad que no se adquiere por el propio esfuerzo sino por la “benevolencia de los demás”. Y alguien tan poco sospechoso como Winston Churchill elogió el tributo en 1924 como “antídoto contra el desarrollo de una raza de ricos ociosos”.
Por lo que al beneficio se refiere, el antiguo presidente de American Airlines Bob Crandall confesó que él ya ganaba mucho dinero y que, si sus ingresos crecían como consecuencia de menor carga tributaria, no invertiría más sino que se limitaría a ahorrar más. Lo que suponía una advertencia de algo que entre nosotros ha argumentado bien el economista Juan Francisco Martín Seco. No parece muy bueno para la economía seguir privilegiando fiscalmente el ahorro frente al trabajo. Si, por el contrario, se grava más el ahorro de los grandes contribuyentes y los recursos obtenidos se emplean por el Estado en educación, sanidad, viviendas sociales o cultura, las familias más humildes verán liberados parte de sus gastos, y éstas sí que es previsible que aumenten su consumo, lo que, unido al incremento directo de la demanda agregada por el gasto público, posibilitará un aumento de inversiones, beneficios empresariales y recaudación fiscal. Tal vez a esto se alude con la expresión “riqueza responsable”, a la necesidad de evitar el estallido de la sociedad capitalista cuya pervivencia es condición ineludible del mantenimiento del beneficio. En otro tiempo lo hubiéramos llamado conciencia de clase, o hubiésemos dicho que la avaricia rompe el saco.
Son muchas y diversas las enseñanzas que a nosotros puede traernos esta singular historia de ricos magnánimos. La primera, para grandes empresarios y millonarias celebridades, que las obras de filantropía no están reñidas con el pago de impuestos ni sirven de excusa para su impago. Nos muestra además la posibilidad de otro horizonte para el debate político acerca de los tributos, un debate tan viciado de irrealidad en España desde hace lustros.
Cabe recordar una vez más que los principios de nuestro sistema tributario se concretan ante todo en el mandato de justicia, progresividad, igualdad y no confiscación del artículo 31 de la Carta Magna, y que, aún cuando muchos parezcan haberlo olvidado, estos principios se articulan en el texto de los Pactos de la Moncloa sobre cuatro grandes tributos: un Impuesto sobre la Renta de tarifa progresiva, un Impuesto sobre Sociedades, un Impuesto sobre Patrimonio y un Impuesto de Sucesiones y Donaciones, los cuatro estructuralmente entrelazados para garantizar la justicia y la adecuada redistribución de la riqueza, así como para hacer real la función social que ha de delimitar los derechos de propiedad y herencia, según proclama el artículo 33 de la Ley de leyes. Resulta trágico y deprimente que quienes se erigieron a lo largo de los años en guardianes de los valores del pacto constitucional -tanto en los dos grandes partidos políticos estatales como en los bloques nacionalistas mayoritarios de Catalunya y Euskadi que tantas veces los han sustentado- se hayan encargado de desmantelar precisamente esas cuatro grandes figuras tributarias desde finales de los 80.
Pero se puede inferir a mi juicio una reflexión más profunda acerca de la élite económica de nuestro país. No habría que dejarse deslumbrar por la conciencia cívica de los ricos norteamericanos, desde luego, pero el contraste con los españoles es sin duda muy llamativo. De forma muy acusada desde el principio de la crisis, los diferentes portavoces de la patronal se han negado a asumir ni el más mínimo sacrificio ni responsabilidad colectiva alguna, aun cuando se trate de apuntalar el mismo modelo socioeconómico del que en teoría son primeros actores. Todo se les debe: reducción de salarios, supresión de regulaciones e incluso entrega por porciones de los servicios públicos en calidad de negocio sin riesgo, protegido por el Estado y con la cesión de la ciudadanía que los necesita bajo la condición de clientela cautiva. Y en materia fiscal, a cualquier petición de contribución mayor, por leve y tímida que sea, se responde con una agresividad extrema, cuando no con amenazas nada veladas de deslocalización de negocios.
Otro de los padres del liberalismo, Adam Smith, dejó escrito en La riqueza de las naciones, obra tan celebrada como desconocida, que resultaba razonable que “los ricos” financiasen “el gasto público no sólo en proporción a su ingreso, sino en una cantidad más que proporcional”. Y en otro lugar denunciaba de la manera más agria la que parecía haber sido siempre la “máxima vil de los poderosos”: “Todo para nosotros, nada para los demás”. Quienes se toman por herederos espirituales del genial escocés deberían meditar acerca de ello.