Cuando cursé Periodismo me enseñaron que las informaciones que afectan a dos partes, en especial cuando están enfrentadas, deben contrastarse; requieren tomarse el esfuerzo de llamar a uno –no pocas veces es él quien te llama- y otro protagonista para aportar ambas versiones. Muchas veces uno dice blanco y el otro, negro; pero sólo así el lector (y también el periodista) puede atisbar la verdad que se esconde detrás de la información.
Al poco de comenzar a ejercer la profesión descubrí que, por lo general, una de las partes, la que quiere ocultar la verdad, la que sale mal parada o tiene algo de lo que avergonzarse, ni siquiera te coge el teléfono. Ser hija de Álvaro de Lapuerta me ha enseñado algunas cosas más acerca del periodismo y me ha abierto los ojos sobre la manera que tienen algunos de ejercerlo.
He descubierto que hay en la profesión quienes no solo renuncian a contrastar, sino que aun disponiendo de la segunda versión, la silencian. Ocultarla permite vender como sensacional algo que en realidad no lo es, o que incluso es contrario a lo que parece cuando solo se aporta una cara. Mentir tiene sus réditos: proporciona lectores.
Verdaderamente la crisis de moralidad, la estafa que ha hundido España y la aparición de personajes con grandes fortunas en paraísos fiscales ha puesto un clavo más en el ataúd del periodismo. Ante la proximidad de los barrotes, quienes temporalmente disfrutan del término “presunto” delante del calificativo de corrupto han descubierto que siempre es posible encontrar un amigo en la prensa. Alguien que haga de altavoz de las falsedades que propagan desde el anonimato. Alguien que convierta en titulares unas versiones que solo buscan desviar la atención de sus responsabilidades, alguien que blanquee su culpabilidad, que se crea y haga creer las mentiras que cuentan con la perversa intención de presentarse como inocentes, inventando historias sobre alguien que no está en condiciones de defenderse. O que, cuando lo hace, se le acalla.
Seré una ingenua y una romántica, o quizás lo habré sido. Ser hija de Álvaro de Lapuerta me ha ayudado a ver que existen (¡y triunfan!) 'periodistas' que publican sin cesar los infundios que desde la sombra les cuentan tipos que ya están o pronto estarán condenados por lo que son, mientras arrojan a la papelera las cartas que les envían los difamados por ellos. No conviene que se sepa no ya que la realidad les arruinaría sus fabulosos titulares, sino que estos no son más que embustes de intenciones torticeras.
Sujetos que escriben que Lapuerta estaba al corriente ¡y autorizó!... ¿el qué? ¿Que sus fuentes tuvieran cuentas ocultas de procedencia dudosa? Individuos que el mismo día que enterramos a mi padre tienen el descaro de burlarse de nuestro impotente intento de ejercer el derecho de rectificación.
Personajes que llegaron a publicar que Lapuerta había sido visto haciendo gestiones en un banco de Logroño (ahí lo dejó) y que tras ser informado de que éste se encontraba en Madrid, apostilló: la familia lo niega, pero yo estoy en condiciones de ratificar por completo lo publicado.
Álvaro de Lapuerta cometió el buenismo de no percatarse de cómo eran en realidad algunas de las personas que tenía al lado. Quizás también tuvo hasta el final un sentido de la lealtad a las siglas que algunos vemos ilógico. Pero no es lo mismo ser un ladrón que no serlo. No lo es.
Por suerte algunos medios ofrecen un resquicio a la esperanza. Ojalá el Periodismo pueda volver algún día a ser lo que fue en sus tiempos de gloria y ojalá que el daño que se ha hecho a sí mismo, el horror en el que lo han sumido quienes lo practican de manera tan odiosa, sea solo una pesadilla de la que pueda escapar.