La metamorfosis de Europa

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Es casi seguro que el poeta romano Ovidio no imaginó el éxito que tendría su gran poema 'Metamorfosis' a lo largo de los siglos. Y en concreto su libro II cuando relata cómo Zeus rapta a una princesa fenicia llamada Europa, utilizando el artilugio de transformarse en un manso toro, lo que incitó a la ingenua princesa a subirse a su lomo y, de esta manera, llevársela a Creta. Una historia de la mitología griega que ha sido objeto de grandes obras de arte, tanto en la pintura –Tiziano, Rembrandt, Rubens– como en la literatura. El más original y sugerente, por la profundidad de su visión fue, en mi opinión, Franz Kafka, del que mientras escribo estas líneas se conmemora en el día de hoy el centenario de su muerte. Un autor que adivinó el futuro de nuestro continente, e incluso de EEUU, con una lucidez que parece magia. No conozco un análisis tan certero de la sociedad americana, de inquietante actualidad, que el realizado en su libro 'América' y, además, escrito por alguien que no había estado nunca en los EEUU. Un autor que en los años veinte del siglo pasado, a través de obras como 'El Castillo' o 'El Proceso', adivinó como nadie las pesadillas totalitarias que nos esperaban, y en 'Metamorfosis' –no sé si se inspiró en Ovidio– lo que nos puede suceder el día nueve de junio si no acertamos en el voto. Porque lo que puede acontecer si triunfan las derechas y las ultraderechas no es el rapto de Europa del poeta Ovidio, sino que nuestra querida Unión Europea, como el Gregorio Samsa del escritor checo, se transforme o mute en un monstruoso insecto que no tenga ninguna semejanza con la Europa que conocemos.

Lo más inquietante, sin embargo, es que la bella Europa no ha sido sólo motivo de inspiración para el arte sino, también, objeto de los más impuros deseos del poder de los hombres a lo largo de la historia. Desde los romanos, Carlomagno y los Habsburgo, siguiendo por el imperio Otomano y luego Bonaparte, para terminar en Hitler, todos han querido poseer esta Europa nuestra, con un pasado tan ensangrentado y, a la postre, después de un esforzado proceso democrático, tan atractiva en comparación con el resto del globo terráqueo. Ahora, de nuevo, fuerzas oscuras que se envuelven como siempre al principio en ropajes moderados se confabulan y organizan para una nueva operación que no consiste en conducirla a ninguna idílica isla griega del Mediterráneo, sino, como en el relato de Kafka, metamorfosearla o mutarla en el monstruoso insecto de los nacional populismos del pasado.

Muchos se preguntan por qué nos están naciendo como enanos tantos partidos de ultraderecha cuya intención, oculta o no, es dinamitar el proceso de una Unión Europea que esté cada vez más estrechamente unida. Creo que la causa hay que buscarla en la grave crisis del 2008 y sus consecuencias. Las convulsiones del capitalismo ultraliberal siempre terminan provocando corrientes populistas y nacionalistas radicales, por la sencilla razón de que aumentan las desigualdades y arrojan a grandes sectores de las poblaciones al arroyo de la indigencia y la marginalidad, en el fondo el producto de una mundialización descontrolada y rabiosamente injusta. Todo ello ha estado unido a un proceso de desindustrialización acelerada sobre la base de una deslocalización, cuyo único objetivo era maximizar los beneficios para los accionistas sin pensar para nada en el interés general. Y, en fin, un desarrollo tan desigual respecto a ciertas áreas del mundo que resulta ingenuo pretender que cientos de millones de seres que viven en nuestra frontera –sobre todo en África– de manera miserable no van a intentar, una y otra vez, arribar a nuestros países, como siempre ha ocurrido a lo largo de los siglos, empezando por los propios europeos.

Este cóctel explosivo, herencia del fracaso del ultraliberalismo, ha cogido a la UE a medio construir, con una reacción post pandemia positiva –los fondos Next Generation, etc.– como expresión más significativa, pero con déficits importantes que convendría superar cuanto antes. El primero de ellos es que la UE no es todavía un sujeto político global, con autonomía estratégica, con un grado suficiente de federalización como para actuar mancomunadamente ante los retos comunes. Para empezar, carece de unos Presupuestos acordes con los referidos retos. Luego, es evidente que tiene una insuficiente capacidad en términos de innovación/productividad en el terreno de la revolución digital. Dependemos de las grandes corporaciones americanas o chinas en nuestra conectividad general. En otro orden de cosas, no menos determinante, carecemos de una política social europea, lo que provoca que los países, por sí mismos, tengan cada vez más dificultades en mantener los estados de bienestar. Por eso mismo, hay crecientes sectores populares, en barrios tradicionalmente obreros, que ante la falta de protección y expectativas de futuro para la juventud, unido a una migración desordenada, votan partidos de ultraderecha, pues quizá piensan que se defenderían mejor regresando a un pasado que no volverá. De otra parte, se les ha convencido, con discursos demagógicos y populistas, que la ultraderecha será capaz de frenar unas migraciones que, supuestamente, ponen en riesgo su trabajo, sus viviendas o, incluso, la seguridad de sus mujeres.

Existe, pues, un riesgo cierto de retroceso en el gran proyecto de la Unión Europea.  Este se ha ido construyendo en torno a la confluencia de partidos de centro-derecha –democristianos, liberales– y de centro-izquierda de socialdemócratas, euro izquierdistas y verdes, que si bien mantienen significativas diferencias comparten el objetivo común de lograr una Unión cada vez más estrecha en base a los principios y políticas que se plasmaron en el vigente Tratado de Lisboa. Sin embargo, lo nuevo de la situación actual es que, en los últimos años, debido a lo ya explicado con anterioridad, se han introducido en el Parlamento europeo nuevos partidos ultras, nacionalistas radicales y populistas que, en el fondo, no creen en el proyecto europeo y que de obtener unos buenos resultados, como las encuestas vaticinan, podrían aliarse con las derechas tradicionales y darle vuelta al sentido que ha tenido hasta ahora la UE. En todo caso, podrían frenar el desarrollo de esta e intentar regresar a lo que llaman la “Europa de las naciones”, lo que sólo nos conduciría a la debilidad del conjunto o a las querellas del pasado.

Si se consumasen los peores vaticinios, las consecuencias podrían ser muy lesivas para los intereses de las grandes mayorías. Una colaboración entre el grupo popular europeo con la ultraderecha de los Orban, Meloni, Le Pen, Vox, el holandés Wilders, etc., supondría retroceder hacia políticas de austeridad-austericidio, mayor desigualdad, un abandono de la lucha real contra el cambio climático, un endurecimiento inmoral de las políticas migratorias y un freno al necesario proceso de integración europeo. Todo ello aderezado con el surgimiento de nuevos y viejos conflictos que traen siempre consigo los retrocesos a posiciones nacional populistas. Por el contrario, un avance de los partidos progresistas que apuestan por más y mejor Europa, significaría la posibilidad de profundizar en los avances sociales y medioambientales, plantear grandes inversiones en ciencia y tecnología, en infraestructuras, en una mayor autonomía estratégica que es lo que la ciudadanía europea necesita. La disyuntiva en el voto del día nueve de junio es esta: progresar en una integración cada vez mejor que nos haga más justos y fuertes, ejemplo de mejoras sociales, medioambientales y propuestas de paz, o retroceder hacia una peligrosa “Europa de las naciones”, supuestamente “soberanas” que acaben guerreando entre ellas o con los vecinos, enfeudados a los poderes realmente dominantes, es decir, a mutarnos en ese insecto monstruoso del que nos hablaba Kafka.