Cada cinco horas, una violación. Todas por hombres a mujeres. Con esas cifras escandalosas se construye razonadamente el temor preconcebido. Crecemos bajo una advertencia: la de que tenemos muchas probabilidades de ser víctimas de una agresión machista. Consolida esta idea el “guion del miedo” tanto en literatura, como en cine o series de toda índole, donde no suele fallar la mujer asesinada, violada, desaparecida, maltratada o cuestionada.
Por otro lado, es importante transformar la realidad mediante el lenguaje y en lugar de decir que “el nivel de violencia contra las mujeres es intolerable”, deberíamos empezar a decir que “el porcentaje de violadores aumenta cada año”.
No es que se dejen de contar historias que son ciertas ni que se silencie la verdad de las mujeres ni de que se ignore la realidad, pero sí reivindico la necesidad de encontrar un equilibrio entre lo que verdaderamente hay que denunciar y la perpetuidad de la “mujer víctima” tan habitual en la ficción solo porque alimenta nuestro miedo, nos sitúa en el centro del problema y, además, normaliza situaciones aberrantes que todas y todos interiorizamos como parte del sino femenino.
A nadie se le ocurre decirle a su hijo que es un agresor potencial. A nadie se le ocurre llamar por la noche a su hijo para ver si está violando a una mujer. No suele ocurrir que antes de que se marche de viaje sean advertidos sobre la libertad sexual y la igualdad entre mujeres y hombres. No todos los hombres violan y asesinan, está claro, pero quienes nos agreden son siempre hombres.
El mensaje del miedo a ser violadas y asesinadas nos condiciona y nos limita, nos coarta autonomía y nos priva de derechos, es una herramienta que al patriarcado le viene fetén para mantenernos temerosas, recogidas, lejos de nuestra libertad y sexualidad. No viajamos solas porque nos puede pasar algo, no nos ponemos falda para salir porque nos puede pasar algo; en cambio, a ellos se les justifica y perdona porque nacen así, salvajes y peligrosos y con una libido incontrolable.
Todas esas frases de “llámame al llegar”, “pilla mejor un taxi”, “que te acompañe alguien”, están dichas con la mejor de las intenciones, pero es hora de cambiar de perspectiva: pasemos del miedo a la defensa y eduquemos a los chicos para que no violen.
Hasta ahora, mostrar resistencia ha sido un plan B “si alguien viene a violarte, es mejor que te dejes”. Asumir que delante de un hombre nuestro derecho a la defensa queda por debajo de su derecho a hacernos daño es un error enorme. Si vienen a violarte, defiéndete con uñas y dientes, corre, grita o dale una paliza. Los datos dicen que muchas mujeres que muestran una actitud de defensa logran bloquear al agresor porque su poder está construido en la idea preconcebida de nuestra indefensión.
En lugar de decirle a tu hija “no viajes sola”, anímala a que ejerza su derecho a hacerlo, explícale que hay hombres que hacen daño a las mujeres y recuérdale su derecho a vivir una sexualidad libre y plena y a defenderse de los ataques machistas. En lugar de decirle a tu hijo que se lo pase bien de fiesta, recuérdale que sobre el cuerpo de las mujeres solo pueden decidir ellas, que no nos persiga, que no nos acose, que no nos insulte, que no nos drogue, que no nos viole, que no nos mate.
Es crucial ubicarlos a ellos en el relato y advertirles sobre el machismo, mencionarles que también son víctimas del patriarcado, organización social que los convierte en agresores potenciales. El mensaje del miedo cala en todas nosotras y nos cohíbe durante toda nuestra vida, seamos o no violadas. Lo mismo debería ocurrir con el mensaje del patriarcado para ellos, sean o no machistas hay que prevenirles.
La noche violeta es una buena iniciativa para reivindicar nuestro derecho a ir solas y tranquilas de noche. La alternativa es la noche violenta, cuya amenaza acecha en una callejuela oscura. Nosotras salimos a denunciar que tenemos miedo, pero para que algo aquí cambie, quienes tienen que entender y quedar advertidos de dejarnos en paz son ellos.