La nueva edad de hielo
Lewis A. Coser, en su prólogo al magnífico libro de Arthur Mitzman La jaula de hierro, sobre Max Weber, analiza el pensamiento del creador de la sociología moderna. Lo que el futuro reservaba al hombre occidental, creía Weber, era una “nueva Edad de Hielo” donde el dominio supremo del modo de vida racionalizado y burocratizado conduciría al “parcelamiento del alma”, es decir, el error del racionalismo de segregar el cuerpo de la mente.
Se ha producido en los europeos del siglo XXI otro tipo de “parcelamiento del alma”: el que distingue el frío cuerpo formado por Estados nacionales con intereses particulares, del alma cálida y solidaria que anida en el proyecto siempre inacabado, difícil y complejo que se expresa en lo que llamamos Unión Europea.
Las dos grandes crisis vividas en un inesperadamente sufridor siglo –la financiera que estalló en 2008 y la sanitaria producida por la veloz propagación de la COVID-19– han puesto de manifiesto esa escisión entre cuerpo y alma, que hace casi imposible el progreso de la construcción de Europa.
En la primera de ambas crisis, la política de restricción del gasto público (en especial en sanidad) sin subida de impuestos llevó a la Unión Europea a un callejón sin salida. El período de 2010-2013 fue un desastre: recesión, más deuda, más paro y un duro golpe al Estado de Bienestar. La causa, y el resultado, de ello fue una dolorosa escisión entre países.
En la crisis del coronavirus, se ha vuelto a reproducir la división europea. La misma. De un lado, los gobiernos de Alemania y Holanda, negándose a garantizar deuda mutualizada. Junto a ellos, Austria y Finlandia. En el lado opuesto, Italia y España, junto a Portugal e Irlanda, con la novedad de la incorporación de Francia. Son idénticas alianzas fragmentadoras a las que se edificaron en 2010.
Holanda, potencia comercial sin materias primas, es probablemente el país que más se beneficia del mercado interior europeo sin fronteras ni aranceles. Pero existe una explicación coyuntural. Hay elecciones en Holanda el año que viene, y la ultraderecha está a la vuelta de la esquina.
A Alemania le sucede algo parecido. La democracia cristiana, en plena crisis sucesoria, siente el aliento en el cogote del neofascismo.
Alemania, con su fuerte industria exportadora, necesita una moneda no revalorizada, que no tendría sin la moneda común. Si el euro no existiera, el marco estaría por las nubes y dificultaría decisivamente sus exportaciones. Además, el BCE tiene por misión mantener la inflación por debajo del 2%, para que la deuda que poseen los acreedores no se devalúe.
Pues bien, los beneficios que Holanda y Alemania, y otros, disfrutan por la existencia de la Unión Europea han de ser compensados por una colaboración solidaria con los países más heridos por este nuevo virus destructivo.
De forma inmediata, la Unión tiene el deber de ayudar a los Estados más golpeados por la crisis. La reacción inicial ha sido muy diferente a la de hace diez años, véase: inyección de créditos por el BCE, acuerdos del Eurogrupo y ruptura del corsé del Pacto de Estabilidad y Crecimiento y de la prohibición de ayudas de Estado.
No obstante, no bastará con una acción de corto plazo. Porque ya la crisis financiera de la última década en el mundo occidental dejó como legado tres transferencias de poder que han debilitado estructuralmente a las instituciones públicas. Primera, la transferencia de riqueza a las compañías multinacionales, esencialmente tecnológicas y norteamericanas, practicantes aventajadas de elusión fiscal. Segunda, la transferencia de poder político a favor de los gobiernos en detrimento de las instituciones políticas europeas (Parlamento y Comisión). Y tercera, la transferencia de capacidad económica hacia los estratos sociales superiores, amparados en un sistema tributario cada vez menos progresivo y con grietas originadas por la evasión a paraísos fiscales, que son la vergüenza de la humanidad. La Unión tiene que actuar en los tres frentes.
Tengo la esperanza de que este jueves el Consejo Europeo, no sólo refrende las decisiones del Eurogrupo –500.000 millones de euros en créditos a los Estados miembros–, sino que apruebe un Plan Europa de Recuperación (prefiero llamarlo así en vez de “Plan Marshall”). Según la propuesta del Gobierno español, este fondo tendría que ascender a 1.5 billones de euros en transferencias directas a los Estados, que no en créditos. Se trata de paliar la colosal deuda pública que España y otros países vamos a tener que soportar por las extensas medidas de apoyo a empresas, trabajadores y capas sociales que más están sufriendo una súbita parálisis económica en seco.
¿Cómo financiar esas transferencias? Con deuda y con dinero líquido, obviamente. Descartados los llamados coronobonos, la única fuente de garantía de deuda –que podría ser perpetua– es el presupuesto de la Unión, que entrará en vigor (¡por 7 años!) el 1 de enero de 2021. Pero la única fuente de liquidez real son los impuestos nacionales a las mayores rentas y un potente impuesto europeo a las transacciones financieras. Desafío difícil.
Sin el auxilio de la Unión, la zarandeada y aturdida economía europea no se podrá recuperar. Es así de sencillo.
La glaciación que durante tantos años cubrió de hielo la superficie de la Tierra, particularmente el hemisferio norte (como ahora el coronavirus) no fue eterna. Tampoco lo será esta pandemia. Pero para, no solo vencerla, sino también recuperar el vigor de nuestras vidas, será imprescindible la unidad de acción de los pueblos. Los españoles y los demás vecinos en el primer mundo tenemos un instrumento valioso, ya creado. La Unión Europea. Un instrumento estéril si su cuerpo se infecta con el virus de la división y la insolidaridad. Pero sumamente eficaz si se descongela con el calor que le aporta el alma de Europa, el espíritu del proyecto que nació como respuesta a las tragedias del siglo XX y que aún sigue latiendo. No permitamos “el parcelamiento” de esa alma que tanto temía Max Weber.
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