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Política económica para después de una crisis

Juan Luis Manfredi

El semestre europeo es el instrumento de coordinación de las políticas económicas y presupuestarias, que persigue la gobernanza de la UE y sus Estados miembros. Se elabora sobre un conjunto de perspectivas de crecimiento y se recomiendan acciones concretas, vinculadas a la particularidad del ciclo y el país. Según los últimos documento, empezamos a respirar y a mejorar en los resultados macroeconómicos. Es el momento de pensar y diseñar una nueva política económica, porque las noticias para España en 2017 son desalentadoras si se mantienen las lupas del corto plazo. Las factores transitorios que se han aplicado en el bienio 2015/2016 no podrán volver a utilizarse. No podemos fiarlo todo al anticipo del pago del impuesto de sociedades, a las presuntas recaudaciones por la mejora de las medidas antifraude fiscal o a la contención de los costes salariales. Ese programa político está agotado. España necesita un plan de choque que vincule productividad, competitividad e innovación. De otro modo, la convergencia con Europa seguirá un ritmo lento, se incrementará el diferencial de la balanza comercial y se mantendrán los bajos niveles de empleabilidad. Una tormenta perfecta.

En relación con la productividad, hay crédito fluido para el incremento de capital y bienes de equipo en sectores rentables. Sin embargo, la inversión en capital intelectual y tecnologías está por debajo de la zona euro. Con estos mimbres, la estructura productiva no termina de corregirse, las pymes no crecen y no se multiplican las capacidades internas. La mejora de la situación neta inversora es muy lenta. Los jóvenes y los parados de largo duración introducen en el mercado laboral una suerte de desempleo estructural, que se acepta con una tolerancia social terrible. Hay vacantes en determinadas áreas de actividad, pero no hay mano de obra cualificada. Necesitamos un giro copernicano. El reequilibrio sectorial tiene que ser una prioridad para incorporar estos dos grupos demográficos a sectores industriales que aporten más valor añadido que la construcción, que sean exportables y contribuyan a la reducción del déficit exterior. Las políticas públicas que reclama el Semestre Europeo son claras. Tiene que cambiar el perfil del mercado laboral mediante la promoción activa de nuevas actividades económicas con los mercados digitales, la provisión de bienes y servicios de valor añadido real, la digitalización de procesos, el incremento de la competencia en los mercados y servicios profesionales, la reforma de la administración pública y la eliminación de barreras a la movilidad. El yacimiento de empleo de las manufacturas y la construcción está agotado, pero la cuarta revolución industrial ofrece oportunidades de crecimiento, de internacionalización y de especialización inteligente.

En el ámbito de la competitividad, el modelo español de bajo coste y sobreexposición en el sector turístico no reduce la dependencia tecnológica del exterior. Por este camino, la industria española quedará relegada. Hay margen de mejora en el acceso al mercado de capitales no bancarizados, la apuesta por un mercado digital único, el apoyo a la economía colaborativa, la reorientación de las capacidades profesionales, la regulación inteligente de los nuevos modelos de negocio o la promoción de empresas de base tecnológica. Se calcula que el 40% del valor del producto exportado está vinculado al servicio, el diseño, el transporte y la logística, así como el marketing estratégico. Ahí existe la oportunidad de incrementar el diferencial de coste respecto a otras economías menos creativas y acelerar la convergencia.

La innovación es el indicador visible de pérdida de fuerza económica. El país ha caído dos puestos desde 2014 y se sitúa ya el decimonoveno en transferencia de resultados. España, en su conjunto, y las propias comunidades autónomas, salvo País Vasco y Navarra, están en el grupo de “innovadores moderados”, un eufemismo que nos coloca en el grupo 3 sobre 4 calificaciones posibles. El esfuerzo inversor alcanza el 1,2% del PIB, lejos del 2% de media de la UE. La brecha es aún mayor en el ámbito privado que se sitúa en el 0,6% frente al 1,3% europeo. Hay un grupo de empresas que lidera esta actividad, pero la curva de difusión de la innovación es lenta. Tampoco se observa interacción entre ambas esferas, sin una política de incentivos que refuerce la cooperación público privada. Hay que explorar unas políticas públicas que promuevan la contratación pública innovadora, que recompensen el esfuerzo en energías limpias o nuevas industrias, hay que reducir el impacto del lobby en regulación y transformar las escuelas y las universidades para repensar las competencias y habilidades que se necesitan para el siglo XXI. PISA y otros informes nos dan pistas una y otra vez sobre los efectos de las carencias educativas.

En síntesis, las prioridades políticas de corto plazo pueden haber contribuido a la salida de la crisis. En cambio, la divergencia entre empleo y productividad presenta un escenario aterrador a largo plazo. Necesitamos otras ideas y propuestas de largo alcance, que analicen cómo hemos llegado hasta aquí y propongan una alternativa real basada en la economía de la innovación. De otro modo, la convergencia tenderá a cero y la cohesión social se desvanece. Y no podemos permitírnoslo. ¿O sí?

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