“Llegó la crisis y todos los que eran apolíticos se volvieron antipolíticos, pero nadie decidió ser político, que es lo que necesitamos”.
Fernando Savater
Ya está claro, la culpa de la mala evolución de la pandemia en España es de la clase política, en la que al parecer todos son iguales. Y las víctimas son los ciudadanos, que, al contrario que los políticos, cumplen todos con sus obligaciones. Y punto.
Lo hacen los mismos medios y los mismos opinadores que poco antes, e incluso de forma simultánea, fustigaban con la misma energía los males del populismo. Otros, lo hacen por primera vez desde un nuevo populismo del malestar y la supuesta seguridad de la técnica frente a una nueva pandemia llena de incertidumbres. Ambos, sin querer darse cuenta de que ahora agitan el mismo populismo que dicen denostar al estigmatizar la política como culpable; a las administraciones, como sobredimensionadas e impotentes; al oponerles y elogiar a un pueblo en esencia virtuoso y sufriente, y al proponer soluciones simples, supuestamente técnicas y neutrales, frente a la complejidad del lenguaje y de la actividad política.
Un populismo que, en tiempos postpopulistas, ha dejado de ser propiedad exclusiva de los nuevos partidos políticos -ahora parte del sistema y alineados en la dialéctica tradicional entre derecha e izquierda-, para convertirse en parte del clima político y comunicacional, y que hoy no tiene otra alternativa antisistema que la extrema derecha.
Vivimos en un clima populista del que forma parte, tanto la personalización y la espectacularización de la política en la opinión pública, la primacía de los asesores de imagen frente a las direcciones de los partidos, así como la dinámica de agitación y el antagonismo por encima de la negociación y el pacto. Un clima que se corresponde con el reflejo del neoliberalismo de consumo digital en la sociedad liquida, en las redes sociales, en la comunicación y en la política.
En un principio, el problema era la mala gestión de la pandemia por parte del Gobierno de coalición. Hay quien sostiene incluso que con un carácter criminal y responsabilidades penales. Primero por una reacción débil y tardía y luego por todo lo contrario: unas medidas de excepción tras un confinamiento que, según ellos, ocultaban un designio autoritario. En todo caso por un enfoque ideológico, propio de las izquierdas, frente al pragmático, inherente a la derecha.
Una visión maniquea, simplificadora y parcial que ignora el carácter mundial, la complejidad en su transmisión y la incertidumbre en la evolución de la nueva pandemia, como sus características fundamentales.
También porque más que una pandemia, se trata de una sindemia: una sinergia entre la pandemia sobrevenida de la COVID-19 con la pandemia existente de patologías crónico degenerativas y los determinantes sociales de la pobreza, la malnutrición, la precariedad laboral, el hacinamiento e incluso del estrés y la depresión propias de su fase actual de sociofobia digital.
Una sindemia que debería tener como conclusiones poner en un primer plano la necesidad de una gobernanza global de la salud pública, así como un nuevo contrato social, y dentro de él, la reorientación de la sanidad pública hacia la prevención, la atención comunitaria y los cuidados sociosanitarios.
Después, con la desescalada, algunos aprovecharon la ocasión para atribuírselas a un Estado autonómico fallido, como ya venían haciendo desde la recesión económica y la crisis financiera, en que como siempre se socializaron las pérdidas y también las responsabilidades, no solo al sector público en general, sino también a nuestro insuficiente estado del bienestar gestionado, ¡oh sorpresa! desde las CCAA.
Nada que decir de las más que evidentes diferencias de responsabilidad política y de gestión entre quienes cumplieron rigurosamente con las fases de apertura y quienes las convirtieron en una precipitada y a veces caótica desbandada, con la excusa del turismo y al grito de la nueva normalidad. Nada tampoco de la nefasta herencia de las políticas de recortes y privatizaciones que han debilitado la atención primaria, la salud pública, las inversiones de modernización y los cuidados sociosanitarios en nuestra sanidad pública, que ahora, con una financiación extraordinaria de las más generosas en Europa, tampoco han querido subsanar.
Más recientemente, en esta mal llamada nueva normalidad, según ellos, ha sido la incapacidad del Gobierno central para ejercer el mando único y de las CCAA para dejarse coordinar, colaborar y ejercer sus competencias, provocando los sucesivos brotes y el descontrol de la transmisión comunitaria, las que les han dado pie a una acusación genérica de una supuesta incompetencia al conjunto de las administraciones de distinto signo para gestionar sus competencias y colaborar entre sí. Tocaba pues, ampliar la impugnación a lo público por su supuesta incapacidad para controlar la pandemia.
Nada que decir, sin embargo, con respecto a las presiones del sector privado para recuperar la normalidad, incluso a costa de la salud pública y nada tampoco en relación a las ingentes ayudas de los ERTEs, créditos y ayudas a la suspensión de actividades, articuladas y pactadas por ese mismo sector público y gobierno central que tanto se cuestiona.
Pero es ahora, precisamente en el momento en que se ponen de manifiesto las debilidades de la gestión de la oposición conservadora en la comunidad de Madrid, su buque insignia, cuando arrecia el tópico discurso antipolítico que atribuye la segunda ola casi directamente y sin ambages a la que denominan la peor clase política de nuestra democracia. Otros dicen incluso que de nuestra historia.
Casualmente, o quizá no tanto, la censura a toda la política y los políticos, sin distinción, ocurre cuando lo que ha fallado estrepitosamente es la gestión del gobierno conservador en la Comunidad de Madrid. Cuando su apuesta por el negacionismo y la inmunidad de rebaño están dando sus últimos coletazos. Porque se trata de mantener contra toda evidencia que la derecha es el paradigma de la buena gestión, así como la izquierda lo debe ser del despilfarro y las subvenciones.
Precisamente también, en el momento en que se encadenan de nuevo los casos judiciales de corrupción con la obstrucción a la acción de la justicia, supuestamente instigada desde dentro de los últimos gobiernos de la derecha.
Lejos de la crítica concreta y ponderada a los casos de mala gestión o de corrupción, señalando a sus autores y exigiendo responsabilidades, y lejos de la exigencia de transparencia y de nuevos procedimientos de control y evaluación de las políticas publicas, parece que, al igual que en la crisis financiera, se trata de impugnar a la totalidad de los políticos y a la política en su conjunto. De arrojar al niño junto con el agua sucia.
Porque, es sabido que cuando se generalizan las irregularidades y las responsabilidades, no solo se comete una injusticia, ya que los políticos son como los ciudadanos honestos en su gran mayoría, sino que diluyen la responsabilidades de aquellos quienes no hacen honor a su actividad. Una cortina de humo para ocultar responsabilidades.
Vuelven de nuevo, esta a vez al calor del malestar provocado por la prolongación de la pandemia y de sus graves consecuencias sociales, los viejos tópicos sobre el excesivo número, el escaso trabajo, las largas vacaciones y en general sobre las prerrogativas de los políticos.
También sobre los partidos y su, al parecer, innata incapacidad para dialogar y acordar en momentos críticos como los actuales. Algo que es cierto, pero que tiene sus causas no solo en la representación, sino también en la polarización social, comunicativa y digital.
Esa parece ser también la razón por la que sectores de la opinión, intelectuales y científicos, que ven con preocupación la actual confrontación política, se suman a la equidistancia de la impugnación general, como una postura menos comprometida que la crítica y la exigencia de responsabilidades, al objeto de eludir riesgo del alineamiento.
Resulta más comprometido el decir a la opinión pública e invitar a la ciudadanía a la reflexión sobre la necesidad de una actitud activa y critica para hacer frente tanto a la personalización y la agitación política como frente al populismo de la antipolítica. También a deslindar el control político democrático de las cámaras, al papel de asesoría de los expertos de la evaluación técnica de la pandemia.
Vuelven la indignación y la rabia contra la política. Esta vez por parte de los de siempre, pero con algunos apoyos inesperados.