La verdadera trampa de la diversidad ha sido la proliferación de discursos, desde lo académico hasta lo cotidiano, que desligan las vidas diversas, disidentes, no normativas, queer o como cada quién se sienta más cómodo llamándolas, de la experiencia universal humana. Desde las primeras articulaciones teóricas del feminismo queer, marginal, fronterizo y transversal de las Combahee River en el 74, ha existido la contrapartida reaccionaria en forma de pataleta que, históricamente, ha unido a ultraderecha y una parte muy poderosa y bien situada del feminismo institucional en un matrimonio por poderes de desprecio común que ha costado vidas. Solo enunciar la alianza Reagan/Raymond basta para ilustrarlo y provocar escalofríos.
La cultura de la deshumanización funciona casi siempre. Se ha probado con éxito desde las primeras experiencias coloniales, Goebbles la llevó a la cima del horror con su propaganda antisemita y personajes siniestros como Steve Bannon la han adaptado al presente y sus medios de comunicación inmediata. En cada gesto airado de alguien que ocupa una posición de poder respecto a las exigencias en voz alta de una persona subalterna, que diría Spivak, hay un terror al desorden capitalista, blanco y de clase parecido al que supondría que los animales empezasen a hablar. Siglos de jerarquización violenta de las relaciones entre seres vivos hasta que se han hecho víscera operan en estas reacciones terribles.
Es extraño leer hoy a eminentes psicólogos, profesoras, periodistas y otras gentes a las que se presupone cierto entendimiento de la realidad humana sorprenderse ante las vidas trans, la disconformidad de género o la realidad de las distintas formas de relacionarse más allá de la monogamia, la heterosexualidad o el modelo de familia tradicional. Esa idea de que quienes, más o menos, encajan bajo el paraguas de lo queer son seres humanos que han brotado de las crecidas del río de la posmodernidad es un insulto a la esencia humana misma, sea esta la que sea. Negar una realidad humana o describirla mucho más compleja de lo que es para hacerla inabordable es un táctica mezquina que desgraciadamente funciona. Las personas queer han existido siempre y toda negación de esta verdad histórica es un tipo de agresión.
El feminismo queer es para todo el mundo
A menudo se mencionan en estos cenáculos obsoletos las complejidades de las teorías queer como galimatías posmodernos inextricables y desconectados de la realidad material, para unos la obrera, para otros la burguesa. Esa misma crítica se hizo hace tiempo desde dentro de los activismos y las teorías queer. De las muchas y legítimas críticas que pueden hacerse a estas corrientes, la falta de revisión, de una mirada crítica hacia dentro, no es una que se sostenga lo más mínimo.
El último ensayo de la profesora de sociología de la UCM, escritora y activista, Gracia Trujillo: El feminismo queer es para todo el mundo, publicado por Libros de la Catarata en enero de este 2022, pone sobre la mesa este mapeo de contradicciones de los feminismos queer, además de repasar su historia, su genealogía y su relación con los feminismos tradicionales.
Nada en el texto amplía la cesura entre lo queer y lo excluyente -llamemos a las cosas por su nombre-. Sin renunciar a una posición decididamente acogedora, trata de señalar los objetivos comunes y lo consigue con una tormenta de referencias perfectamente ordenadas que enriquecen el texto y con reflexiones desde lo periférico que, además de precisas e inteligentes, están llenas de ternura. Algo muy importante que aporta Trujillo en este libro es una definición de los contornos de lo queer -indefinible por naturaleza y vocación- que barre con las ideas preconcebidas, los prejuicios y las malas intenciones.
La primera crítica a las identidades como colinas en las que morir por una simple definición se da en el activismo queer desde su mismo origen. Toda esa narrativa de la identidad por encima de lo común que se da desde la ultraderecha o desde lo excluyente es un invento o una mala lectura con las peores intenciones. A destacar en este sentido el capítulo siete del libro en el que se aborda lo identitario y se relaciona con la educación. Quizá la aportación más valiosa de este trabajo de Gracia Trujillo sea la relativa al ámbito educativo. Quien siga creyendo que desde lo queer se piensa en cerebros rosas y azules y otras leyendas tiene aquí una valiosa herramienta para solucionar ese malentendido.
Lo complejo y lo humano
Lo que llamamos queer, y que en este artículo se está usando como paraguas dialéctico para facilitar la lectura, es un conjunto de experiencias y testimonios en disputa que no acaban de caberle a la perfección a ninguna de las personas que lo forman. Esa indefinición, ese continuo cuestionamiento que Gracia Trujillo explica muy bien, es la única definición posible del activismo y de los trabajos teóricos agrupados en el término queer. Son experiencias que vienen de la calle, de lo molesto, de lo que no queda apropiado en las orlas y en las conferencias. Los feminismos negros, chicanos, latinos, indios; el trabajo sexual, la pluma desmedida, las vidas seropositivas, lo marica, lo bollero, lo bicioso; hunde sus raíces en lo colonial, en la explotación, en la letra escarlata y la patologización. Es la voz de la histeria, de la desmesura, de la familia elegida y de la colaboración entre desechos de la sociedad patriarcal. No hay traje que ajuste realidades tan diferentes excepto el de la colaboración y el apoyo mutuo. La paciencia con la que Trujillo explica esto en su texto es muy clarificadora. Lo queer es el resultante de una forma de entender las redes de apoyo entre parias y sus teorías son el intento de vindicación de las nadie frente a las atalayas del privilegio y la endogamia académica.
La complejidad teórica de las aportaciones académicas queer -que la tienen-, los términos que suelen usarse como burla para desacreditar lo que se ha hecho desde la intelectualidad queer, no es más que la reafirmación de que academia pretende ser solo una y que la generación de conocimiento también es una cuestión de clase y privilegios.
Usar a Judith Butler como chivo expiatorio de lo posmoderno, de la palabrería que nadie entiende y darle categoría de charlatana a ella y al resto de autoras queer, es la forma que tiene el orden de decir que nada que venga del arroyo, del puterío, del mariconeo, de un hatajo de bolleras merece la pena ser escuchado, aunque se haga bajo las normas dialécticas de la respetabilidad, del academicismo más puro y sea una licenciada en Yale de clase alta quien lo diga.