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Hacer lo público grande otra vez

Imagen de archivo de los sanitarios del Hospital Carlos III, en una manifestación contra la privatización sanitaria.
11 de diciembre de 2020 22:37 h

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En España se cruzan dos tendencias en relación con lo público que ayudan a entender el rechazo que produce en una parte importante de la población. Por un lado, como ya sabemos, el sistema de transferencias sociales es incapaz de redistribuir entre quienes peor están porque lo hace, mayormente, entre quienes ya están integrados, mientras, contra todo pronóstico, deja fuera a los más necesitados. España está, por un lado, a la cabeza de la UE en desigualdad de rentas entre los que más ganan y los que menos ganan y, por otro, a la cola en ayuda a las rentas más bajas. Ese sector abandonado de la población, en muchos casos en riesgo de exclusión social, considera que el bienestar ni está ni se le espera mientras que, de manera paralela, existe una percepción según la cual no tener nada se convierte en un chollo porque así puedes vivir de las ayudas, las subvenciones y los subsidios. ¿Cómo se ha construido esa percepción social según la cual, quienes en realidad peor lo pasan, viven de las ayudas públicas? ¿Cómo, pese a una extensión cada vez mayor del riesgo de pobreza, se extiende a su vez la percepción según la cual los pobres se aprovechan de unas ayudas que en realidad no les llegan?

El laboratorio y epicentro de esta política de segregación, que a su vez se beneficia de la destrucción de lo público, es Madrid. Al mismo tiempo que tenemos un modelo que difícilmente llega a quienes más lo necesitan, se fomenta la idea de que lo público es para quien no se puede permitir pagar otra cosa; es decir, se fomenta una idea según la cual lo público es el recurso que queda a quienes no pueden acceder a lo privado, mientras que lo privado daría acceso a unas condiciones de vida premium; por ejemplo, una mejor salud, una mejor educación o una mejor defensa ante un tribunal. Así pues, ni por arriba –los que más tienen–, ni por abajo –los que menos tienen– esperan que lo público se ocupe de ellos. Así; la imagen de lo público se construye mediante un doble embudo: en las capas más segregadas y con menos poder adquisitivo, no se espera ni se ve en lo público salvación alguna; y por parte de las capas más privilegiadas, lo público se ve como la puerta de acceso a una existencia dependiente y como antesala de la expulsión social. Cuanto más se recorta en inversión pública y más se segrega, más se cohesiona el bloque de quienes no quieren verse en la posición de quien se queda fuera; es decir, a mayor exclusión, mayor rechazo a formar parte de esos excluidos y más se apoya a quienes generan la exclusión. Parece ilógico que se apoye a quienes generan el problema, pero nadie quiere ser pobre ni ser percibido como un pobre. Entre los abandonados florece la resignación y la desconexión y, entre quienes pretenden huir de esa realidad, se abona el apoyo a los segregadores.

El gran logro ideológico del imaginario de los que segregan por principio, además de convertir en político y en bandera de la libertad lo económico, es la sensación de que no puede haber otra cosa, que el resto somos iguales y que nada sirve de nada. El sálvese quien pueda solo deja dos opciones: caerse o sobrevivir, no hay cambio posible. Esta dinámica socio–fuga, impulsada por los mismos que buscan denigrar lo público y hacer real la profecía autocumplida, se verifica en dos aspectos fundamentales: la vivienda y las escuelas infantiles. Bajo la retórica que se limita a decir “hay que ayudar a los que más lo necesitan” también se da a entender que, para el resto –y por el resto– se entiende todo aquel que no se encuentra en riesgo de pobreza y solo le queda, por tanto, el mercado. Así pues, quien percibe que lo público es algo solo para pobres también suele pensar que no debería pagar impuestos cuando no se beneficia en nada. Acaba sintiéndose agraviado porque siente que paga dos veces, una con impuestos y otra directamente de su bolsillo para contratar un servicio. El dinero en el bolsillo que supuestamente se ahorra con impuestos el ciudadano al final acaba en el bolsillo de las pólizas privadas y los colegios concertados.

Asociar lo público como algo que queda reservado solo “a quien lo necesita” es una forma de socavar su función pública y ubicarlo en el campo de la caridad. Lo público debe llegar a quien no llega: a quien peor está, pero no solo. Lo público proyectado como algo de todas las personas y para todas las personas quiere decir que su finalidad es incluir al conjunto de la población. Que lo público aparezca como aquello que no concierne a todos es el camino para que no todos quieran financiarlo, para socavar su significado y su sentido y para convertirlo en una cosa de las capas desfavorecidas. Bajo la bandera de la libertad igualada a la economía de libre mercado se oculta, al mismo tiempo, la sinonimia entre lo público y la pobreza; como si vivir relacionándose con lo público –con una escuela pública o con una sanidad pública– fuese llevar una vida pobre.

Por ello, es importante recordar que la desigualdad no es el síntoma de una sociedad que progresa como resultado de las diferencias entre talentos y esfuerzos en sociedad, tal y como afirma el fanatismo de mercado, sino que es el efecto nocivo de la acumulación de riqueza que permite, a su vez, una acumulación de poder enfocada a mantener una espiral oligárquica que busca seguir perpetuando la acumulación de riqueza futura. La política de vivienda o las escuelas infantiles, por poner solo dos ejemplos, deben tener un carácter universal, es decir, uno ofrecido a cualquier persona independientemente de la renta y riqueza que tenga.

Sin embargo, conseguirlo no depende de las evidencias ni de los estudios que lo certifican ni de los datos. Por ejemplo, para el debate fiscal (y para cualquier debate) no sirve con la evidencia científica y los datos si no se convierten también en relato, en imaginario y aspiración. Si el debate fiscal o económico no es a la vez político y de valores asociado a una idea de libertad que articule compuestos sociales, entonces el debate es solo para iniciados y expertos en la materia. Lo fundamental no es a cuánta gente afecte el impuesto de patrimonio o cuánta gente acuda a las plazas de toros – al igual que no lo era cuánta gente usaba el AVE–, sino cuánta gente se ve a sí misma incluida en la defensa de unos determinados valores y aspiraciones, reflejados por ellos. En ocasiones podemos no ser conscientes de la cantidad de gente (al menos en Madrid) que está convencida de que “gracias al PP” su hijo no tendrá que pagar cuando herede el piso. Conseguir alinear los intereses de quien tiene 30 millones de euros de patrimonio con quienes no pagarían nada en ningún supuesto no es simplemente el fruto del desconocimiento en el funcionamiento del impuesto, es fundamentalmente resultado de la aleación de una identidad concreta que asocia a España con su modelo fiscal y a este con la libertad.

Necesitamos un modelo inverso de libertad al actual, uno donde quienes más dinero tengan prefieran acudir a la escuela pública y cuando pregunte por cuál es la mejor escuela la respuesta siempre sea la que queda más cerca de su domicilio. Universalizar es un antídoto contra el resentimiento y la desafección de lo público. Solo cuando alguien que tiene 1 millón ni se plantee que el colegio más cercano a su casa es público y lleve, sin dudar, a sus hijos ahí –y ello sin pensar que tal vez algo privado pudiera ser mejor– estaremos hablando de un sistema en el que la igualdad es real y por tanto la libertad un hecho.

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