Ha sido muy polémica la sentencia del Tribunal Supremo que descabalga nada menos que a la presidenta del Consejo de Estado de su cargo. La culpa ha sido la interpretación que hace el Tribunal del inciso “jurista de reconocido prestigio” del art. 6 de la Ley Orgánica 3/1980 del Consejo de Estado. Similares exigencias requiere el art. 345 de la Ley Orgánica del Poder Judicial para ser magistrado del Tribunal Supremo sin haber sido juez –“jurista de prestigio”– o el artículo 18 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional –“jurista de reconocida competencia”–, o la mismísima Constitución en el art. 122.3 para ser vocal del Consejo General del Poder Judicial por el turno de juristas “de reconocida competencia”. En estos últimos tres casos se exigen además más de quince años de ejercicio profesional, como refuerzo a ese prestigio.
Una de las cosas curiosas del caso en cuestión es que, al contrario de lo que se ha dicho, la Sala Tercera del Tribunal Supremo no dice que Magdalena Valerio no tenga ese reconocido prestigio. De hecho, destaca expresamente su “notoria y sobresaliente trayectoria” en varios puestos en los que la competencia jurídica es realmente importante. Incluso le atribuye una “carrera funcionarial meritoria” en el Cuerpo de Gestión de la Seguridad Social, para el que no es precisa la cualificación de jurista, ciertamente, aunque es difícil desempeñar los muy diversos cargos que ha ostentado sin competencia jurídica.
Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, la Sala Tercera no le atribuye “la pública estima en la comunidad jurídica que implica el prestigio reconocido”, no porque no lo tenga, insisto, sino porque “no se ha acreditado”, lógicamente en su nombramiento. Se da la circunstancia de que los grupos parlamentarios que valoraron ese nombramiento en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, según reconoce la propia sentencia, expresaron su “aprecio” de forma “prácticamente unánime”.
Pues bien, si existe el aprecio de los diputados de diferente tendencia política y estos están asesorados por juristas, como lo están, o lo son ellos mismos, y además la persona tiene una “notoria y sobresaliente trayectoria” en cargos en los que conocer bien Derecho es indudablemente relevante, ¿qué le faltaba a la candidata para tener el reconocido prestigio?
El Tribunal Supremo no lo explica, porque la cruda realidad es que carece de respuesta científicamente válida esta pregunta. Si la tuviera, debería ser parecida a la que voy a ofrecer a continuación. Los juristas de un país, sin duda, formamos un grupo. Me parece hasta excesivo decir que conformamos una comunidad porque la enorme mayoría no es que no nos conozcamos ni de lejos, sino que ni siquiera tenemos absolutamente nada en común más allá de haber estudiado Derecho. Sin embargo, cuando se habla, como hace la sentencia, de “comunidad jurídica”, somos todos nosotros, sin excepción, los aludidos.
Pues bien, científicamente, la medición del prestigio profesional debiera depender indudablemente de variables empíricas. Por tanto, sólo una votación entre las decenas de miles de juristas españoles daría una respuesta mínimamente fiable. El problema es que no solemos conocer a los candidatos a esos altos cargos, por lo que nuestro voto ignorante valdría de poco. Así que sólo debiera votar quien realmente conociera al aspirante o hiciera lo posible por saber bien de su perfil profesional. El resultado del voto informado de ese modo podría ser más fiable, tal vez.
Sin embargo, tampoco es así. Ser un buen jurista no es lo mismo que ser el atleta más rápido. Al segundo se le mide el tiempo que tarda en recorrer 100 metros, pero la valoración del primero no es en absoluto tan fácil. Además, los gustos y querencias se ven con frecuencia afectados por los prejuicios, a veces ideológicos y otras simplemente emocionales, basados en el orgullo, la envidia y otras flaquezas. Sólo hay que recordar que el mismísimo Albert Einstein fue un científico cuestionado fuertemente incluso después de haber obtenido el premio Nobel. Qué decir de Charles Darwin… Puedo asegurarles que con los juristas esos cuestionamientos son todavía más volubles y a veces, pese a esa impresentable volubilidad, extraordinariamente potentes en el ámbito público.
Con todo, pese a que los juristas no salíamos casi nunca en las antiguas enciclopedias salvo cuando se había ostentado un cargo público de alta consideración, y algunos lo hacen ahora en Wikipedia –aunque a veces sólo porque el propio interesado se ha hecho su página–, el “prestigio” de los juristas existe probablemente, aunque sólo como pura intuición la mayoría de las veces. En muchas ocasiones deriva de que algún otro jurista en una posición más preeminente, con frecuencia por antigüedad –pero no solamente–, habla bien de otro que, a partir de ahí, se hace conocido. Otras veces son las publicaciones de algún autor –profesor habitualmente– que entusiasman a algunos juristas que a partir de ahí replican su gusto públicamente, obteniéndose así ese prestigio, acreditable con la lectura de esas deliciosas obras. Tal vez esa sea una –no la única– de las maneras más objetivas de medir ese prestigio, siempre que sea espontáneo y no promovido por una camarilla de amigos bien situados, que de todo hay.
Aceptemos, por tanto, que sí existen juristas objetivamente prestigiosos. Pues bien, puedo asegurarles que poquísimas veces se han visto sus nombres, que la mayoría de juristas conocemos, ni en el Tribunal Supremo, ni en el Tribunal Constitucional ni en el Consejo General del Poder Judicial ni en otros altos órganos del Estado. De hecho, a veces cabría preguntarse si ser uno de esos juristas indudablemente más prestigiosos es precisamente un impedimento para alcanzar esas altas magistraturas, visto lo visto.
¿Por qué? Porque a menudo no llegan los mejores. Lo que es esencial para alcanzar esos cargos no es ser un gran jurista, sino tener muy buenos amigos entre los encargados de nombrar, que son los políticos, directa o indirectamente, fundamentalmente de los dos partidos mayoritarios. Y a veces ni así, porque tienden a desconfiar y buscar personas, no independientes y objetivas, sino inquebrantablemente fieles. De ahí que algunos de los aspirantes, más vehementes, vayan exhibiendo aquí y allá ideología partidaria públicamente, para que a nadie le queden dudas de su adscripción.
Una pena para los ciudadanos, que llevan décadas perdiéndose en democracia a extraordinarios juristas en el Tribunal Supremo, o en otros de esos altos órganos, que ya se han jubilado o han fallecido.
Pero no hay que inquietarse. En el fondo, poquísimas veces sobrevive el prestigio de un jurista a su muerte, o incluso a su jubilación, quedando lo que escribió habitualmente en aquel cementerio de los libros olvidados de Ruiz Zafón. Sólo algunos, realmente poquísimos, alcanzan el Olimpo. Y cuando allí se les contempla, da todavía más rabia que no contribuyeran con su trabajo en un órgano muy importante, a la mejora de la vida de los ciudadanos.