La República herida
Lo de las dos Españas no es sólo un mito, sino una realidad muy clara y concreta, casi palpable, que lleva lastrando dos siglos al país. No sé si la frase atribuida a Bismark es cierta o no –“España es el país más fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentado destruirlo y no lo han conseguido”–, pero refleja claramente la idiosincrasia española.
La herencia del endiablado siglo XIX español sigue teniendo un peso tremendo. Lo tuvo en la dictadura de Primo de Rivera, en la Segunda República, en la dictadura franquista y, ahora, en la democracia. Cuando, supuestamente, Bismark pronunció su famosa sentencia, España vivía su siglo más violento: guerra de Independencia, pronunciamientos de todo tipo, guerras civiles, sublevaciones cantonales, golpes de Estado, rebeliones, alzamientos, motines, asesinatos de presidentes, la caída de la monarquía y un pistolerismo rampante. En el dudoso índice de honor de presidentes asesinados, superamos incluso a Estados Unidos: mientras ellos tienen cuatro –Lincoln, Garfield, McKinley y Kennedy–, nosotros llegamos a cinco: Prim, Cánovas, Canalejas, Dato y Carrero.
España cuenta en su historia con un importante número de guerras civiles. Este tipo de enfrentamientos provocan una profunda fractura social que pasa de padres a hijos, y queda encubierta en el subconsciente nacional. En este sentido, la huella de la última guerra civil (1936-1939) ha seguido muy vigente en la memoria colectiva, hasta nuestros días.
El guerracivilismo es un problema de actualidad. Sin duda, existen una gran crispación y resentimientos antiguos que mantienen viva la corriente autodestructiva de las dos Españas. Esta división se puede apreciar en leyes e iniciativas parlamentarias en asuntos tan nucleares para un Estado democrático como pueden ser la educación o la sanidad: cuando gobiernan unos derogan lo anterior, y viceversa. Así es muy difícil avanzar. Ocurrió también con la Ley de Memoria Histórica aprobada en tiempos de Zapatero: cuando gobernó Rajoy quedó derogada de facto; no recibió fondos presupuestarios para su aplicación en varios ejercicios. Y el episodio más reciente contra la actual Ley de Memoria Democrática ha sido su derogación en Aragón por parte del Ejecutivo regional de PP y Vox, coalición que pretende hacer lo mismo en Castilla y León y la Comunidad Valenciana.
Cabe destacar en este punto que el Partido Popular, formación política de amplio espectro que engloba distintas sensibilidades, es el heredero del llamado franquismo sociológico, tan arraigado en nuestra sociedad a pesar de que el dictador murió hace casi cincuenta años. Con el surgimiento de Vox, la esencia franquista ha encontrado un lugar más adecuado para sus postulados, pero el PP mantiene su papel de casa madre y, según las encuestas y los últimos resultados electorales, terminará engullendo a la formación de Abascal antes o después. Escribía el historiador Glicerio Sánchez Recio en 2002: “El franquismo sociológico o red de intereses tejida desde dentro y en torno al PP, se halla hoy a su servicio. Esto se hace visible particularmente a través de los medios de comunicación y de las instituciones educativas, culturales y religiosas que transmiten su ideología, que han logrado proyectar sobre la sociedad una sensación de control y de intervencionismo general”.
La Segunda República española (1931-1939), liquidada tras el golpe de Estado franquista, significó uno de esos poco frecuentes momentos en los que una nación adopta la democracia de forma pacífica. Alfonso XIII se tuvo que exiliar ante el clamor popular, sin derramamiento de sangre. Fue la iniciativa más ambiciosa nunca antes contemplada para cambiarle la cara a este complicado país –red de escuelas laicas, educación pública y gratuita, igualdad de la mujer, reforma agraria, instauración del divorcio, reducción de órdenes religiosas, descentralización y laicidad del Estado–, pero nació herida de muerte por la persecución y acorralamiento de que fue objeto por el fascismo y la Iglesia católica, que se cobró finalmente su venganza.
Sin embargo, el republicanismo ha sobrevivido al paso de los años y de una terrible dictadura, y se mantiene vivo en la actualidad. El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) dejó de preguntar a la ciudadanía su valoración sobre la monarquía hace nueve años. La última vez que lo hizo fue en 2015, ya con Felipe VI en el trono, que suspendió con un 4,3 de estimación popular. A partir de ese año, silencio absoluto provocado por el miedo al aumento de la desafección creciente hacia la institución, al hilo de los escándalos financieros de Juan Carlos I, que eliminaron cualquier intento de retomar la consulta sobre la jefatura del Estado. Pero el CIS sí escruta la reputación de sindicatos, Fuerzas Armadas o de las propias Cortes, además de la del presidente del Gobierno, los ministros o el resto de líderes de los partidos políticos.
No obstante, sí han aparecido encuestas privadas en los últimos tiempos para evaluar el modelo de Estado. En octubre de 2020, la agencia de investigación 40db realizó un sondeo en el que la alternativa republicana se imponía a la monárquica por seis puntos: 40,9% de los consultados frente al 34,9%. Justo un año después, la misma entidad llevaba a cabo una segunda pesquisa, que daba incluso más ventaja a la opción republicana: 39,4% contra 31%. Esto ha contribuido a que el debate entre monarquía y república haya tomado vuelo de nuevo en los últimos años, mientras Felipe VI ha intentado por todos los medios desligarse de las estafas de su padre para enderezar el rumbo de una institución cuestionada como nunca antes en democracia.
El PSOE tiene la llave de un posible referéndum, pero, aunque ha proclamado en ocasiones su acervo republicano, pone por encima su compromiso adquirido en la Transición con la monarquía parlamentaria y la Constitución del 78. A este respecto, la posición de los socialistas es casi la última huella del bipartidismo, una reliquia política que se mantiene sólo en defensa de la Corona, obstaculizando junto al PP todos los conatos de investigar los negocios turbios de Juan Carlos o la reforma sobre la inviolabilidad del monarca.
El recién exiliado Alfonso XIII lanzó desde París su famosa frase: “La República es una tormenta que pasará pronto”, y las fuerzas conservadoras, con Iglesia y Ejército a la cabeza, además de gran parte del empresariado y, por supuesto, la oligarquía monárquica, se emplearon a fondo para que así fuera. De hecho, a día de hoy, el régimen republicano sigue siendo descalificado de forma habitual por las derechas. Sin embargo, en el sistema actual, la adopción que gran parte de la izquierda ha hecho de la República es contraproducente: una hipotética Tercera República debería ser neutra y transversal para dar cabida a todas las sensibilidades políticas; de lo contrario, nacerá igualmente herida de muerte.
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