La respuesta internacional ante la crisis alimentaria mundial

Presidente del Senado —
13 de noviembre de 2022 22:20 h

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Se dice que, en ocasiones, los árboles no nos dejan ver el bosque. Eso es justamente lo que pasa en el trágico asunto de la guerra de Putin. Más allá del conflicto en sí, el panorama es mucho más desalentador y más complejo de lo que algunos creen.

Si ya el Informe de la ONU sobre el Estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el Mundo indicaba que 828 millones de personas, el 9,8% de la población mundial, pasaba hambre en 2021, la previsión para este 2022 es verdaderamente desalentadora.

Nadie imaginó en 2015, cuando nos propusimos en los ODS la meta del fin del hambre para 2030, que hoy estaríamos diciendo que estamos retrocediendo y que se revierten los avances hacia el hambre cero.

Esa meta no se cumplirá. En el mejor de los casos, con una recuperación económica global, en 2030 habría en el mundo un número similar de personas a las que ya había en 2015 sufriendo hambre: más de 670 millones.

Es lamentable que no dejemos de batir récords, año tras año, en las cifras del hambre. No estamos ante una situación de hambruna puntual y localizada. Esta crisis alimentaria no tiene precedentes y no se atisba un final claro en el horizonte. 

La pregunta es qué es lo que no estamos haciendo bien. Porque está claro que los esfuerzos no son suficientes. Y nos estamos moviendo en la dirección equivocada.

En la tormenta perfecta de esta crisis alimentaria mundial hay ingredientes diversos: el incremento de la desigualdad y la pobreza estructural, los 175 conflictos activos en el mundo, entre los que destaca la guerra en Ucrania, con sus consecuencias en materia de precios y acceso a alimentos y respecto a la energía. También las catástrofes ambientales fruto del cambio climático, las crisis sanitarias y, concretamente, las consecuencias de la pandemia. Situaciones que se suman a la inestabilidad política en multitud de países, que suele ir de la mano con el debilitamiento de las instituciones. Y, no menos importantes, las crisis económicas, fruto de los demás factores, que han derivado en la limitación de la capacidad de acción de los Estados.

Algunos no han entendido que en esto estamos todos juntos. No podemos pretender salir adelante si una parte del mundo se desmorona. Hagámoslo por principios. O hagámoslo por interés. Pero hagamos lo que tenemos que hacer por nuestro futuro colectivo.

Las respuestas de los países deberían estar presididas por la responsabilidad y la solidaridad. En varios frentes: gestionando de manera más eficiente y adaptando las políticas y los apoyos públicos a los sectores de la alimentación y la agricultura, mejorando las políticas de protección social y, por último, mejorando la gobernanza. Necesitamos instituciones fuertes, sólidas, en todos los niveles: local, nacional y mundial. Y las ayudas a los sistemas agroalimentarios deben reportar beneficios allí donde se necesitan.

Por otra parte, las economías más frágiles de los países más pobres, que son los que principalmente sufren el drama del hambre, deben recibir la ayuda de las instituciones internacionales, pero también de las economías más fuertes. Nuestra acción debe estar presidida por el apoyo inmediato a los más vulnerables, por facilitar el comercio y el suministro internacional de alimentos, impulsar la producción e invertir en agricultura resiliente al cambio climático.

Los desafíos de hoy son mayores que en 2015. Los obstáculos también. Estos se han incrementado y se retroalimentan, poniendo en evidencia nuestras fragilidades. Nuestro desafío no se limita solo a conseguir que más de 3200 millones de personas que padecen inseguridad alimentaria tengan acceso a calorías, sino que todos ellos tengan acceso al desarrollo. Con todo lo que eso supone de acceso a una nutrición sana, a servicios públicos de salud o a la educación.

Cuando la comida se considera una mercancía más al albur del mercado, las consecuencias son nefastas: solo cuatro corporaciones controlan el 60% de las semillas que se comercializan en el mundo. Todas provienen del sector de productos químicos. La ONU, en su informe de la situación alimentaria, aconseja que las políticas estatales cambien la dirección de las ayudas y políticas agroalimentarias para que este proceso se detenga.

Por otra parte, es una evidencia que no faltan alimentos en el mundo, lo que falla es la accesibilidad a estos, como demuestra el hecho de que mientras 828 millones de personas pasan hambre, unos 931 millones de toneladas de comida acaban en los cubos de basura cada año.

Además, con las subidas de los precios de los granos, fertilizantes y otros alimentos provenientes de Rusia y Ucrania, se han aplastado las posibilidades de recuperación pospandémica en multitud de países. Rusia tiene una gran responsabilidad por la crisis alimentaria y merece una firme y unánime condena.

Podemos y debemos hacer las cosas mejor. La lucha contra el hambre debe ser una política de Estado en cada país y una prioridad de toda la comunidad internacional.  Los escudos sociales en las políticas públicas, como los establecidos en España, son clave para la protección social y la igualdad. Tenemos que ser capaces de aumentar significativamente la inversión en recursos de los Estados, y debemos reflexionar sobre la importancia de enfrentar esta lacra estructural, no solamente desde la revisión de las políticas de gastos, sino también desde una política de ingresos, como efectiva materialización de la solidaridad que tantas veces se ha mencionado. No olvidemos esta faceta y apostemos por una solidaridad fiscal para mejorar la seguridad alimentaria desde el compromiso, la participación y la corresponsabilidad.

Y, por último, la comunidad internacional debe acabar con el hambre como arma de guerra. Igual que Putin está usando la energía, el hambre también es un arma que se está usando para presionar a la comunidad internacional. Se debe perseguir penalmente a quienes destruyen cosechas, matan ganado o impiden la asistencia humanitaria en cualquier tipo de conflicto.

Esa será la única manera de evitar que la provisión mundial de alimentos esté en manos de mafias especuladoras, o al albur de los caprichos de los mercados internacionales. La comunidad internacional debe perseguir la especulación alimentaria y establecer una imposición fiscal de los beneficios excesivos, así como la riqueza extrema de quienes se lucran con el mercadeo de las materias primas, que son básicas para las sociedades.

Quiero afirmarlo con rotundidad: es necesario que tengamos una mirada amplia sobre esta crisis mundial. Necesitamos una estrategia concertada o esta guerra contra el hambre la habremos perdido. No permitamos que los árboles no nos dejen ver el bosque.