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Rojipardos

La líder del partido alemán BSW, Sahra Wagenknecht.

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El éxito de la ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) en las elecciones que han tenido lugar en los länder alemanes de Turingia, Sajonia y Brandemburgo, los días 1 y 22 de septiembre –fue primera en uno y segunda, a poca distancia del vencedor, en los otros dos– era algo anunciado y largamente esperado o temido. La verdadera sorpresa fue el excelente resultado obtenido por un nuevo partido, que era la primera vez que se presentaba a unas elecciones, la Alianza Sahra Wagenknecht (BSW), creado hace apenas nueve meses por una escisión de La Izquierda (Die Linke), de la que su propia líder fue copresidenta. BMW fue tercera en los tres länder, con porcentajes de dos dígitos, a costa de su partido matriz que sufrió bajadas espectaculares, especialmente en Turingia donde había ganado en 2019. 

Wagenknecht y diez diputados federales más se separaron de Die Linke –heredera del Partido Socialista Unificado de la extinta República Democrática Alemana– por diferencias graves con las políticas del partido relativas la guerra de Ucrania, la globalización, las políticas medioambientales, la vacunación y –sobre todo– la inmigración. Sus planteamientos son muy cercanos a los de AfD en todos estos aspectos, es decir, en casi todas sus propuestas, excepto en las políticas laborales y sociales que mantendrían exclusivamente para los trabajadores autóctonos, en ningún caso para los inmigrantes económicos. BSW defiende también el proteccionismo y un cierto nacionalismo euroescéptico, convirtiéndose así de hecho en un partido rojipardo, es decir que combina políticas de izquierda en algunos campos con planteamientos propios de la extrema derecha en otros, para lograr una mezcla capaz de atraer a electores –en particular trabajadores y jóvenes– que no se sentirían ya representados o suficientemente defendidos por Die Linke.

La creación de BSW no responde solo a disensos ideológicos, sino también a factores oportunistas y electoralistas. Su tesis es que la izquierda tradicional –que en el caso de Die Linke es radical y transformadora– se está debilitando y pierde votos masivamente porque no tiene en cuenta los intereses reales de los trabajadores. La única forma de recuperar su apoyo sería adaptar el discurso y el programa a lo que estos votantes requieren. Si las políticas medioambientales les perjudican, las criticaremos; si la globalización les asusta, seremos antiglobalización; si la inmigración les agobia, estaremos en contra, hasta ser claramente xenófobos Así es como ha conseguido BSW sus excelentes resultados en detrimento de Die Linke. Si a los votantes de izquierda no les gustan sus principios tradicionales, tienen otros. Pasan de Karl Marx a Groucho Marx, sin despeinarse.

En cuanto a política internacional, BSW propone un cambio radical: dejar de enviar armas a Ucrania y promover un rápido fin de la guerra, lo que le aleja radicalmente del resto de partidos alemanes –excepto de AfD, que defiende la misma posición– y dificulta sus posibles alianzas para la gobernabilidad de los länder de Turingia y Brandemburgo, que no está asegurada. Una posición favorable a la paz, en principio muy loable, aunque tampoco parece ser ajena al impacto que tiene la guerra en los electores del este de Alemania, preocupados por sus consecuencias como la escasez de gas, la inflación y la posibilidad de una extensión del conflicto.

Esta actitud en relación con la guerra de Ucrania granjea muchas y simpatías a BSW, no solo entre sus electores, sino entre sectores izquierdistas de toda Europa, para los que todos los que se opongan a la política exterior de EEUU estarían automáticamente en el bando bueno, a pesar de otros planteamientos más cuestionables. Pero es discutible que esa propuesta por sí sola marque una diferencia ideológica esencial, ya que –como decimos– es compartida por muchos partidos de extrema derecha, incluida AfD, y es demasiado simplificadora. Ser antimperialista no te hace automáticamente de izquierdas. Por supuesto, cualquiera que adopte los postulados de la izquierda debe ser antimperialista y pacifista. Pero cualquiera que sea antimperialista no es necesariamente de izquierdas, Hitler combatió a los imperios más fuertes de su época: Reino Unido, Francia, EEUU, y no era precisamente de izquierdas.

El rechazo de la actuación de EEUU –seguido por Reino Unido y asumido por la Unión Europea– en relación con la forma en que se ha iniciado y gestionado el conflicto de Ucrania, con su pasividad ante el genocidio israelí en Palestina o con su actuación en tantos otros lugares del mundo en favor de sus intereses geopolíticos o económicos puede ser sincero o ser un anzuelo más de los muchos que usan determinadas opciones políticas para atraer seguidores. En el caso de la extrema derecha, es sin duda esto último: no se puede repudiar esa política y ser partidario de la elección de Donald Trump, que ha criticado a la administración Biden por su “débil” apoyo a Israel. En el caso de los rojipardos es de esperar que sea sincero, es lo que les queda de la izquierda, además de los derechos laborales y sociales de los autóctonos.

En todo caso, una posición adecuada respecto a Ucrania, o respecto a la situación geopolítica global, no absuelve a BSW –que no se ha posicionado en relación a Palestina–, ni en general a los rojipardos, de defender otros planteamientos políticos que tienen poco que ver con la izquierda. Igual que la actitud antirrusa y proisraelí de la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, no debería hacer olvidar a los liberales y populares europeos su posición en relación con el aborto, con el colectivo LGTBI, o su trato a los emigrantes, las propuestas favorables a la paz en Ucrania, sostenidas por BSW, no pueden tapar su programa contra las políticas climáticas, euroescéptico, nacionalista y antiinmigración.

Desde luego, cabe preguntarse por qué los partidos de la izquierda europea no hacen más en contra de la guerra, de todas las guerras:  Ucrania, Palestina, Líbano, Yemen... ¿Por qué están tan adormecidos? ¿Dónde quedó el “no a la guerra” que sacó a la calle a millones a raíz de la invasión de Irak en 2003? Pero esta frustración no debería ser motivación suficiente para abandonar los partidos de la izquierda transformadora, que son los únicos que quieren trabajar por un mundo no solo más pacífico, sino también más justo, solidario, igualitario y limpio, para irse a proyectos ambiguos que pueden conducir al final a postulados opuestos.

La extrema derecha tiene claros los argumentos que debe utilizar para facilitar la migración ideológica de votantes de izquierda a sus filas, especialmente de los trabajadores: rechazo de la globalización y de las políticas medioambientales que les pueden perjudicar laboralmente, dependiendo de su sector de actividad; hostilidad hacia ciertas elites intelectuales pretendidamente detentadoras de una noción de izquierda puramente teórica, alejada de sus intereses y problemas, que se ha venido en llamar woke, aunque ese término tuviera en origen un significado muy diferente; cuestionamiento de la promoción del feminismo y la visibilidad LGTBI que desconciertan a algunos que se sienten más cómodos y seguros en la familia tradicional; oposición a un esquema geopolítico de tinte imperialista en el que la potencia dominante, EEUU, hace y deshace a su antojo ante la pasividad o la complicidad europea; recelo ante una inmigración que compite precisamente con ellos en cuanto a oportunidades o condiciones laborales, y en el reparto de las prestaciones sociales. 

Todos los partidos, movimientos, y pensadores o escritores rojipardos, han optado por utilizar todas o algunas de estas cuestiones en mayor o menor grado, aunque saben que son planteamientos de la ultraderecha. Su justificación es que el programa político de la izquierda actual estaría en realidad reforzando el sistema liberal capitalista y el dominio anglosajón, con propuestas que perjudicarían los intereses de los trabajadores, e incluso su seguridad. En lo que respecta a los jóvenes, el planteamiento es también muy demagógico: los partidos tradicionales –en este caso las izquierdas clásicas– serían incapaces, por rigidez ideológica, de resolver sus problemas y ofrecerles un futuro decente, así que necesitarían otro proyecto, al menos aquellos que son reticentes a votar directamente a la extrema derecha.

Eso es –clara y llanamente– populismo. Hay teóricos de la izquierda que plantean que, si la derecha utiliza el populismo para ampliar su apoyo, por qué la izquierda no podría –incluso debería– hacer lo mismo. La respuesta es clara: porque el pensamiento de izquierda se basa en la ética y la solidaridad, sin las cuales el egoísmo, individual o colectivo, que es un valor propio de la derecha. puede prosperar sin límite. Una empresa tiene que tener en cuenta la opinión y gusto de sus clientes, un partido político debe presentar un proyecto de vida social al que puedan adherirse todos los que lo encuentren idóneo o aceptable. No puede cambiar sus principios dependiendo de la dirección del viento dominante para sobrevivir, porque entonces deja de ser un partido político y se convierte en una empresa. 

El nacionalismo y la xenofobia son absolutamente incompatibles con la izquierda, opuestos a su concepción ideológica y sus valores. La frase de Flora Tristán “proletarios de todos los países uníos”, recogida en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, no es solo un eslogan, responde a una necesidad real y actual. Solo la unión de todos los trabajadores, sin importar su origen, nacionalidad, raza, sector de producción, incluso nivel de ingresos, puede hacer frente con alguna posibilidad de éxito a un capitalismo absolutamente inmoral, que ya no necesita –desde la caída de la Unión Soviética– moderar su instinto depredador, que ya no es de los medios de producción, sino financiero, que ya no es nacional, sino global, que es mucho más poderoso ahora que cuando se acuñó ese lema. Las grandes empresas, tecnológicas o financieras, saben que ningún poder nacional puede ya hacerles frente, su único peligro puede venir de la creación de instrumentos de gobernanza global que serían suficientemente poderosos para controlarlas. Por eso promocionan la antiglobalización –aunque ellas sean globales– y la vuelta a los nacionalismos, mucho menos peligrosos.

 Cuando se oyen las palabras “izquierda” y “nacional” juntas, hay que salir huyendo. Socialismo nacional se parece demasiado a nacionalsocialismo, del mismo modo que el obrerismo nacionalista recuerda mucho al nacionalsindicalismo de Ledesma Ramos, el creador del fascismo español. Las políticas sociales no bastan para marcar la diferencia. Todos los fascismos históricos han sido nacionalistas radicales, y también han reclamado un factor social y anticapitalista, al menos en sus programas, aunque luego en la realidad fueran financiados por los grandes capitales de la época para oponerse al socialismo real, que era su verdadero enemigo, y devolvieran el favor ampliamente cuando alcanzaron el poder.

Intentar competir con la ultraderecha asumiendo parte de sus postulados, no la frena, sino que la refuerza blanqueando su mensaje. La labor de debilitar a los partidos de la izquierda transformadora –ya bastante alicaídos por sí mismos–, los únicos que pueden combatir el capitalismo financiero multinacional, la pueden estar haciendo ahora –consciente o inconscientemente– los movimientos e ideólogos rojipardos, utilizando demagógicamente los sentimientos de inseguridad, frustración y miedo al futuro de los trabajadores y los jóvenes, hasta aproximarse peligrosamente a los partidos de extrema derecha, con los que comparten demasiados planteamientos. Y podrían ser más peligrosos que estos últimos, porque parten de las bases ideológicas y políticas del socialismo y así pueden tener una penetración más fácil en esos sectores, para conseguir al final los mismos resultados: insolidaridad, nacionalismo, xenofobia. Justamente lo contrario a los valores de izquierda que dicen defender.

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