De las palabras a los hechos. Una de las principales incógnitas que tendrá que despejar la nueva administración Trump en los próximos meses es qué parte de las promesas hechas en campaña se cumplirán, y cuáles caerán en el olvido. Unas de las primeras sobre las que el presidente electo ha empezado a recular es en referencia a su política migratoria. De la promesa de deportar a más de 11 millones de inmigrantes irregulares a pretender deportar entre 2 y 3 millones de inmigrantes irregulares con antecedentes criminales. Y hasta aquí la concreción, y muchas dudas, especialmente porque los números no salen. Lo mismo podría decirse de la construcción del muro con México prometido hasta la saciedad durante la campaña electoral y hoy motivo de profunda confrontación en buena parte del país.
La decisión de Trump de querer deportar a miles de inmigrantes no es nueva. Tampoco lo fue bajo la administración Obama. Existen registros desde 1925 en los que se computan el número de inmigrantes detenidos en la frontera sur de Estados, muchos de los cuales finalmente fueron deportados. Aquel año fueron detenidas poco más de 22.000 personas, el año pasado más de 337.000. Estados Unidos, con mayor o menor fortuna, siempre ha intentado frenar la entrada irregular de personas en su territorio, especialmente a los que intentan hacerlo desde México.
Durante los siete primeros años de la administración Obama el número de personas deportadas fue de 2,5 millones de personas. Sólo en 2015 fueron más de 235.000. Y Obama, igual que pretende hacer Trump, ha deportado a inmigrantes con antecedentes y sin antecedentes. De hecho el 52% de todas las personas deportadas en 2015 no tenían ningún tipo de antecedentes. Por cierto, el 94% de todas las personas deportadas en 2015 eran mexicanas, hondureñas, salvadoreñas y guatemaltecas. La tendencia de los últimos años apunta a que cada vez más centroamericanos intentan llegar a Estados Unidos, y cada vez menos lo intentan los mexicanos. No es un dato menor. Ya podemos intuir quiénes serán los principales afectados por las próximas deportaciones.
Una de las principales promesas de Trump en esta campaña electoral es que bajo su mandato conseguirá que la frontera de Estados Unidos sea segura, impidiendo la entrada irregular de personas. Daba igual hacer una distinción entre el quién, lo importante era el cómo, con el muro. Y aunque el deseo de Trump sea impedir que entren en Estados Unidos (igual que Obama, Bush, Clinton, Bush, etc.) no lo va a tener nada fácil.
El dilema al que se enfrentará Trump es importante. Deportar a inmigrantes con antecedentes no sale gratis. Igual que deportar a los que no los tienen. En los años 90, bajo las administraciones de Bush y Clinton, se impulsó una política de deportación masiva de centroamericanos, muchos de los cuales habían llegado a Estados Unidos en los años 80 huyendo de las guerras civiles que asolaban Centroamérica y, ante la falta de oportunidades –y un plan de acogida–, acabaron ingresando en las numerosas pandillas callejeras instaladas en las grandes ciudades norteamericanos. El impacto de esta política de deportación para Centroamérica fue un desastre, los modelos de delincuencia y crimen organizado se trasladaron de Estados Unidos a Honduras, El Salvador y Guatemala. Es el nacimiento de las maras centroamericanas y de su progresiva expansión a toda la región. Hoy Centroamérica tiene los índices de homicidio más altos del mundo.
Tampoco ha salido gratis la deportación de centroamericanos sin antecedentes estos últimos años porque se les ha forzado a volver al mismo lugar del que huían, lo que les lleva de nuevo a volver al callejón de salida, intentando regresar a Estados Unidos recorriendo México o a acabar siendo asesinados en su propio país. Es un círculo vicioso que nunca se acaba.
La incapacidad de los gobiernos centroamericanos (también mexicano) para hacer frente al aumento de la violencia de maras, narcotráfico y crimen organizado en sus territorios no ha ayudado a ninguna administración norteamericana a gestionar mejor su frontera sur. Todo lo contrario. El caso de Centroamérica es especialmente sangrante en los últimos años, donde la salida masiva de salvadoreños, guatemaltecos y hondureños que huyen de la violencia ha generado incluso una crisis humanitaria en la frontera sur de Estados Unidos, tal y como tuvo que reconocer el propio Obama en junio de 2014.
La historia de los últimos 25 años nos demuestra que si Estados Unidos quiere hacer más segura su frontera sur debe cooperar con los gobiernos centroamericanos y mexicanos para reducir sus niveles de violencia. Las políticas aplicadas durante todos estos años por estos gobiernos, con el apoyo directo o indirecto del gobierno de Estados Unidos, no sólo no ha frenado la violencia en estos países sino que ha aumentado. Deportar no sale gratis. Trump tendrá que afrontar también este reto.