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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La Segunda República española como precedente democrático

13 de abril de 2023 22:40 h

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Dice el filósofo Daniel Shabetai Milo en su obra Trahir le temps (Traicionar al tiempo) que si el hito fundacional de nuestra era no fuera la supuesta fecha del nacimiento de Cristo, sino la de su muerte, la cronología debería retrasarse treinta y tres años y, con ello, el primer tercio de lo que asumimos como siglo XX bascularía hacia atrás: las revoluciones rusas de 1905 y 1917 se reunirían en la misma centuria con la «primavera de los pueblos» de 1848 y la Comuna de París de 1871; las vanguardias artísticas, literarias y científicas, del cubismo al psicoanálisis y de Kafka a Einstein, compartirían un tracto homogéneo; y la Primera Guerra Mundial (1914-1918) volvería a ser la «Gran Guerra». El parteaguas de entre siglos se situaría entre la Gran Depresión de 1929 y el ascenso de Hitler al poder en 1933. 

Más que un juego intelectual, la propuesta de Milo está destinada a demostrar que la compartimentación cronológica que estamos acostumbrados a asumir como naturalmente dada es pura convención social. Puede parecer un divertimento erudito, pero resulta enormemente estimulante ¿Cómo quedaría la historia de España en ese caso? Constituye un lugar común afirmar que la entrada en nuestro siglo XX se franquea con el epílogo de la pérdida de las últimas colonias y la asunción generacional de una conciencia del «desastre» en 1898. Mas, si aplicásemos la tesis del filósofo franco-israelí, los albores del nuevo siglo se anunciarían en 1931 con la proclamación de la Segunda República. 

La propuesta rezuma sensatez: ¿por qué debería pesar más el imaginario zaherido de una casta intelectual al servicio de un colonialismo en declive que el entusiasmo ampliamente compartido que suscitó la primera experiencia democrática de masas de nuestra historia contemporánea? ¿En virtud de qué relato interesado debería considerarse luctuosa la pérdida definitiva de los vestigios de un imperio periclitado, en cuya inútil conservación se dilapidaron recursos económicos sin cuento y vidas de soldados de reemplazo reclutados injustamente entre las clases más desfavorecidas? ¿Por qué cubrir bajo estratos de deliberada ignorancia que hubo un momento en que España sincronizó su régimen político, no a la zaga, sino en vanguardia con las experiencias democráticas más avanzadas y fue pionera en la protección constitucional de los derechos sociales, en la renuncia a la guerra como herramienta de política exterior y en el reconocimiento del sufragio femenino -poco más de dos décadas después que la República de Weimar y una que el Reino Unido, pero trece años antes que Francia-? ¿Por qué seguir difuminando el compromiso adquirido por el extenso grupo de creadores de la llamada Edad de Plata -no solo escritores, sino también cineastas, pintores, arquitectos y mujeres que en todos los campos rompieron las barreras impuestas para liderar ellas también el proceso de cambio cultural-, reduciendo al episódico año 1927 el origen de la que alcanzó todo su esplendor como generación de la Republica? 

Proyectando hacia atrás, el «largo siglo XIX» español no lo sería tanto: abarcaría el tramo comprendido entre el reinado de Isabel II (1833) y la caída de la Dictadura de Primo de Rivera y su epígono (1930), era de movimientos pendulares entre liberalismo doctrinario y progresista, salpicada de pronunciamientos militares y sustentada sobre un desarrollo capitalista territorialmente muy focalizado, al lado de una persistencia tenaz de los restos del Antiguo Régimen -en correlación con lo estudiado por Arno Mayer para el conjunto de Europa- en las regiones agrarias. La constitución de Cádiz, muerta apenas nacida y rematada en 1823, habría sido un destello aislado, anticipador casi sin continuidad de un país por venir en el que «oligarquía y caciquismo» dibujaban el diagnóstico de los males estructurales que atenazaban a la realidad española entre la edad moderna y la propia Segunda República. 

Si hubo un intento de poner fin al dominio del reducido número de familias que acampaban sobre el presupuesto del país, si alguna vez se concibió un impulso superestructural destinado a cambiar profundamente las bases de la sociedad desde el propio estado sin acudir al impredecible recurso a una revolución, esa iniciativa la encarnó el proyecto republicano. Proyecto eminentemente civil sustentado sobre los pilares alegorizados en las láminas destinadas a presidir las 2.500 escuelas proyectadas para el primer bienio: reforma agraria, impulso a la industria y el comercio, instrucción pública, laicismo, fraternidad entre los pueblos de España y paz exterior. Todo aquello que los titulares de la monarquía borbónica, en sus correspondientes desempeños como fijos-discontinuos -tres veces salieron o se les echó del país y otras tantas volvieron- no supieron, no acertaron o no quisieron hacer. 

La República cabalgó sobre la ola de un mundo en transformación. Como ocurrió en toda Europa tras la Gran Guerra, todo lo que hasta entonces había sido seguro, todo lo que era sólido e inmóvil, se trastocó y quedó profunda y definitivamente alterado. Lo expresó perfectamente, a su pesar y con estupor, un escritor conservador español, Wenceslao Fernández Flórez, en su novela Los que no fuimos a la guerra (1930): «De repente, el mundo ha cambiado. Surgen formas de gobierno con las que no contaba y a las que mis profesores no me han dicho si debía amar o aborrecer; la valía de las monedas se achica y el  poder del dinero crece; las mujeres nos ofrecen cigarrillos; aparecen danzas que yo no sé bailar; una música incomprensible, una literatura extraña, una pintura indescifrable, me rechazan como a un hombre del cuaternario; súbitamente también, el aire se puebla de aviones, la tierra se cuaja de automóviles; se exige una actividad para la que no estoy apercibido; no he olvidado las últimas diligencias, con su estrépito de ventanillas mal ajustadas, cuando se me invita a volar; me enseñaron a conmoverme con Bécquer para decirme ahora que el amor no es más que una de nuestras necesidades fisiológicas; una juventud sin sombreros, uniformada con gabardinas, innúmera, epidémica, insolente, brota de cada poro de la tierra, tan desligada de lo anterior, tan lejana del próximo ayer, como si no hubiese tenido padres humanos».

Desasosiego imbuido por la incomprensión de un mundo rápidamente mutable; ansiedad ante un futuro que, por primera vez, quienes había sido dueños del calendario, los medios de producción y los boletines oficiales no podían predecir ni determinar; temor a la pérdida definitiva de privilegios seculares y al ascenso de unas clases subalternas que ejercían el poder conferido gracias al voto para decidir sobre sus propios destinos: ingredientes compartidos por una burguesía medrosa, una casta militar despojada de su protagonismo y una oligarquía enraizada en el terruño con la fuerza negativa de las plantas parasitarias que, desde Berlín a Sevilla, desde Viena a Madrid, desde Varsovia a Lisboa, nutrieron la reacción que aplastó las florecientes experiencias democráticas y a las sociedades civiles sobre las que se sustentaban, sustituyéndolas, mediante distintas dosis de violencia estatalmente administrada, por regímenes totalitarios y organizaciones de encuadramiento obligatorio. 

Dos guerras con resultado diametralmente distinto pusieron el colofón a esta parte del siglo, se tome donde se quiera el punto de arranque. Tras la guerra mundial que acabó con la victoria sobre el nazifascismo, las sociedades occidentales reemprendieron el camino de la razón democrática y el contrato social. La guerra de España, que culminó con el triunfo del más veterano aliado del Eje, aisló al país durante casi dos décadas y lo sumió en tal debacle social y económica que los indicadores de 1936 tardarían una generación -veinticinco años- en recuperarse. La rica sociedad civil pacientemente construida durante medio siglo de avance del pensamiento democrático y el movimiento asociativo obrero fue destruida hasta los cimientos. El corte quirúrgico infligido por la dictadura franquista amputó al país de su pasado más creativo y lo devolvió a etapas premodernas impregnadas de aroma cerrado a sacristía y sala de banderas, esas que tanto parecen complacer a los añorantes de los faralaes, las monteras y las cananas como epítomes de su mezquino concepto de España. 

Sólo en un país que no ha sanado de manera consecuente y decidida las laceraciones culturales infligidas por la dictadura se puede presumir ante las nuevas generaciones de estigmatizar el precedente republicano so capa de fomento de un sedicente espíritu crítico. Las interpretaciones del pasado pueden ser controvertidas, pero hay consensos que son insoslayables: siempre será preferible una democracia imperfecta a una dictadura impecable.