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Sequía en España: danzas y plegarias

La falta de lluvias acumuladas, las altas temperaturas y el descenso hídrico en verano agudizan la sequía

Gonzalo Delacámara

Director Académico del Foro de la Economía del Agua y Coordinador del Departamento de Economía del Agua de IMDEA Agua —

No nos ocurrirá como al señor Argàn, el hipocondríaco protagonista de El enfermo imaginario (1673), última obra de Molière, quien por cierto falleció horas después de representarla en París. Si nos inquietamos ahora, al fin, por la sequía (¡declarada en las cuencas de Segura y Júcar desde mayo de 2015!), lo nuestro no será hipocondría ni precipitación pues la evidencia parece objetivamente desafiante.

Los retos de la gestión del agua distan de ser lingüísticos, nominales, pero como en tantos otros ámbitos de la política pública, y no sólo, la precisión conceptual ayuda. Mucho más en tiempos en los que algunos parecen haber tomado en serio a Pessoa cuando decía que “hay bastante metafísica en no pensar en nada”.

Al hablar de escasez, uno puede decir muchas cosas al tiempo sin necesidad de hacer explícito lo que realmente quiere decir. Nadie podría afirmar que la escasez carece de definición, pero lo cierto es que la percepción de ciudadanos, medios de comunicación y comunidad científica rara vez suele coincidir.

De entrada, es crucial distinguir entre “escasez general” y “escasez relativa”. En la primera acepción el agua se considera escasa cuando es insuficiente en relación a algún objetivo predeterminado (por ejemplo, para satisfacer las demandas de riego entre Alicante y Murcia o el abastecimiento de una ciudad del litoral mediterráneo en temporada alta o la suma de ambas). En la segunda, hablamos de escasez cuando el consumo de agua para cualquier uso implica elegir, es decir renunciar a otro.

Desde un punto de vista económico, el segundo significado es más relevante. El agua, tanto si está en el medio natural (ríos, lagos, acuíferos, etc.) como la dedicada a usos económicos, es siempre (económicamente) escasa pues siempre hay usos alternativos. Económicamente, por lo tanto, lo relevante no es si el agua es escasa sino en qué medida.

Esto no quiere decir que se pueda elegir una u otra definición; ambas son compatibles y necesarias. La escasez absoluta es crítica para garantizar la sostenibilidad de los usos actuales y futuros del agua; la relativa para encontrar el modo de progresar económica y socialmente dentro de los límites de la disponibilidad de agua.

En varias cuencas hidrográficas españolas (fundamentalmente en el sur y el sureste del país) la escasez es estructural: los recursos disponibles a largo plazo no son suficientes para satisfacer las demandas actuales de servicios de agua ni para mantener el buen estado de los ecosistemas acuáticos. El Segura, por ejemplo, es la cuenca con mayor estrés hídrico de toda la Unión Europea, según la Agencia Europea de Medio Ambiente (2017), sólo tras dos cuencas insulares: Gran Canaria y Madeira (Portugal). Siete de las diez cuencas con mayor escasez son españolas.

Del mismo modo que la escasez (una dolencia crónica) es un problema estructural, la falta coyuntural de agua, las sequías son desafíos temporales que pueden ser gestionados… siempre y cuando el agua no sea estructuralmente escasa. Es decir, en tanto en que hayamos sido capaces de protegernos frente a las mismas con medidas preventivas.

La sequía es un descenso temporal relevante de la disponibilidad promedio de agua. A 3 de julio de 2017, la reserva hidráulica en España (agua embalsada) estaba al 52,5% de su capacidad total, con notables asimetrías: más del 80% en el Cantábrico o las cuencas internas de Cataluña, un 25,6% en el Segura. Desde 1995, cuando el nivel embalsado cayó en promedio hasta el 40%, no se había vivido una situación similar.

Como sabe cualquier enfermo de hipertensión arterial, su dolencia crónica puede también pasar por momentos agudos. La relación entre escasez y sequía es equivalente.

También hay dos clases de sequía. Por un lado, cuando la precipitación es variable interanual y estacionalmente, algo que ocurre en buena parte de las cuencas del país. En el Júcar, por ejemplo, en 2015, entre el máximo de noviembre y el mínimo de abril, la disminución de la precipitación fue de casi un 88%. Las variaciones promedio interanuales en muchas cuencas oscilan entre el 100% y el 150%. En esas situaciones, un papel esencial de la gestión del agua es garantizar seguridad hídrica evitando que un descenso de lluvia (sequía meteorológica) se convierta en déficit de agua para determinadas actividades (sequía hidrológica), con las consiguientes pérdidas.

La caída de la precipitación es compleja de controlar de modo directo por el ser humano; sin embargo, la sequía hidrológica, como la actual, es el resultado de una sequía meteorológica pero cuando ésta es gestionada por la sociedad. Es decir, en la medida en que somos responsables de la gestión, somos responsables de la sequía. Podemos seguir con danzas de la lluvia como cherokee o con plegarias a la divinidad, aquel que tenga línea directa, pero sería preferible asumir nuestra responsabilidad.

Las discusiones sobre la gestión de sequías deberían poner el énfasis en las alternativas y la capacidad de las instituciones existentes y los diferentes agentes sociales (sector público, sector privado, sociedad civil) para proteger a los ciudadanos y sus actividades económicas de los “caprichos” del cielo y no en cuestiones meteorológicas, como frecuentemente ocurre. Por supuesto, el descenso en las precipitaciones tiene importantes consecuencias económicas, como es evidente en el medio natural o en la agricultura de secano, fundamentalmente.

Este año, en la zona productora por excelencia de cereales, Castilla y León, que aporta el 50% de la producción nacional, se registran ya reducciones de cosecha que oscilan entre el 50 y el 80%, el peor dato en 30 años. Sin embargo, al contrario que en la agricultura de riego, gestionar mejor el agua disponible no puede reducir esos daños. Y es en la agricultura de riego donde el país tiene un desafío no menor para garantizar la seguridad hídrica en un contexto de adaptación al cambio climático, aumentando nuestra resiliencia a nuevas sequías, cada vez más frecuentes, largas e intensas.

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