Si quieres pensar, desconéctate
Ocho, nueve, diez, incluso más horas son las respuestas que recibo desde hace cuatro años cuando de nuevo pregunto a mis alumnos cuánto tiempo pasan diariamente en frente de una pantalla, ya sea del ordenador, del iPad, de la tablet, o del móvil; la televisión suma adicionalmente.
El rango de las edades de los encuestados se extiende desde los veinte a los sesenta años, aproximadamente. Una de las sorpresas que revalido cada vez es que no existe correlación inversamente proporcional, es decir, a menor edad, mayor consumo digital de nuestro tiempo real. Al parecer, todos nos sumergimos mentalmente en las diversas pantallas durante una parte relevante de nuestro tiempo de vigilia, independientemente de cuando vinimos al mundo. Las olas de la virtualidad baten nuestras vidas indiscriminada e intensamente.
Los psiquiatras apuntan a que los avisos sonoros o táctiles de que hemos recibido un mensaje del tipo que sea actúan como un chute de dopamina, que nos espabila positivamente. Hasta tal punto que si tras un espacio de tiempo, que antes del advenimiento digital hubiéramos calificado de corto o muy corto, no recibimos mensajes, sentimos que nos hace mella: ¿por qué nadie me escribe o manda un emoticono? ¿es que ya no cuento? ¿me habrán olvidado? ¿no soy ya popular? Y otras lindezas que anticipan un estado entristecido y hasta desolado.
Se entiende mejor esta orfandad sobrevenida si advertimos que entre el 35 y 45% de nuestro tiempo de trabajo lo destinamos a leer y responder comunicaciones electrónicas.
La digitalización de nuestras relaciones tiene a mi juicio un impacto doméstico genuino y otro profesional dañino. En cuanto al primero, nos permite experimentar un sucedáneo de un atributo hasta ayer propio de la divinidad: la bilocación, y aún “multilocación”, pues desarrollamos la ilusión de que podemos estar en varios sitios a la vez: con el amigo con el que hemos quedado y simultáneamente con quien nos llama, o nos manda un mensaje, desde cualquier esquina del mundo: estamos con uno y con varios en una sincronía perfecta. La duda que me ronda es si a la postre no estaremos realmente con nadie más que con nosotros mismos en un eco repetitivo.
En cuanto al trabajo, la digitalización ofrece la oportunidad de un trabajo a distancia o remoto que se sueña como sustituto perfecto o incluso mejorado de la presencialidad física que se ha tornado un rasgo rancio del pasado. Hoy sabemos que esa oportunidad no es gratuita, sino que sólo se le puede sacar el partido correspondiente a base de mucha preparación, adaptación mental, y desarrollo de nuevos hábitos por parte de todos los implicados. Estos requerimientos a menudo incumplidos acercan la oportunidad a un espejismo tanto más atractivo como árido es el desierto en el que nos adentramos en la nueva era de las relaciones personales.
Ortega y Gasset subrayaba que para pensar es necesario pararse a pensar. En nuestros días, una versión de esa idea ha sido revitalizada felizmente por Carl Newport en su libro Deep Work. Las múltiples pantallas nos han robado la atención continuada necesaria para pensar o para construir una relación personal, y la han sustituido por fragmentos de tiempo inconexos que facilitan sólo un pensamiento o una relación superficial y frágil. El dilema emerge: concentración o dispersión.
Ahí va mi cuarto a espadas, tan naif como vintage: si quieres sacarle partido a la virtualidad, que lo tiene y mucho, exprime tu vida real, que es en la pasan las cosas que no tienen sustituto válido. “Es muy simple, se despide el zorro del Pequeño Príncipe, sólo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”.
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