El pasado domingo 13 de noviembre ocurrió un hito político en Madrid. Cientos de miles de ciudadanos desbordaron sus calles en defensa de la sanidad pública, que está sufriendo un plan deliberado de destrucción por parte del Gobierno de Ayuso que tiene como objetivo sustituir derechos ciudadanos por gasto como cliente y desmontar una institución básica de solidaridad comunitaria y construcción de sociedad.
La movilización estaba atravesada por un afecto contradictorio. Por una parte tenía detrás mucho sufrimiento, muchas horas de angustia por parte de pacientes y profesionales de la sanidad pública que habían sido despreciados, maltratados e insultados. Que la situación de la sanidad en Madrid sea terrible no es un dato periodístico o administrativo, significa que hay mucha gente que sufre cotidianamente. Y que sufre por decisiones políticas conscientes de los efectos que producen, pero que los asumen como precio a pagar por intentar imponer un modelo, el neoliberal, que es fallido y cruel.
Pero, al mismo tiempo, al lado de esta conciencia de la tragedia cotidiana que la impulsaba, la manifestación estaba recorrida por otro afecto. Mucha gente que se encontraba y se abrazaba, anónimos que se sonreían, cánticos en las calles ya antes y ya después de la manifestación, para muchos desde que salían de casa o se iban juntando en el tren o el metro, gente que se daba ánimos y se alegraba de estar junta y de ser tanta. Tanta como medio millón. Por fin. Ya en los días previos, la convocatoria había roto los círculos de los sectores más militantes y circulaba en redes sociales de gente normalmente no tan movilizada, se hablaba de ella en los grupos, se había cargado con la expectación de un evento. No es fácil saber cuál es la suma de factores que produce ese clima pero es imposible no reconocerlo cuando llega. Es en ese sentido que la manifestación, más allá de su demostración cuantitativa de fuerza, supuso un antes y un después también en términos cualitativos. Me atrevo a pensar que todos los asistentes nos volvimos a casa pensando que no habíamos ido a una más, que había sido otra cosa.
Sin embargo, en algún momento, cuando nos hemos dispersado y hemos vuelto a casa, solos frente a las pantallas, solos sin el calor del domingo, solos frente a las lecturas e interpretaciones de lo que hicimos, solos frente al cinismo y la desconfianza que impregnan la época, es posible que a muchos les asalte la duda: ¿para qué sirvió? Gente muy bien organizada lleva décadas trabajando para convencernos de que organizarse es inútil. Si, como parece, hay signos de que pueda estar cambiando el viento, quizás haya que comenzar entonces por volver a disputar las cuestiones más obvias, a afirmar las cuestiones primeras. Sirvan entonces estas notas para ejemplificar, en torno al 13 de noviembre, para qué sirve manifestarse.
En primer lugar y de manera muy fácil de comprobar, las manifestaciones, más si son masivas, impactan en la agenda mediática, se cuelan en lo que se cuenta y de lo que se habla, cambian la conversación pública. También impactan en quienes toman las decisiones, que aunque no lo digan las miran con mucha atención y siempre con mayor o menor temor. Está de moda decir que la calle no es importante, pero todo el mundo sabe de los peligros de subestimarla. Detrás de los insultos despreciables y clasistas contra los manifestantes, el Partido Popular corrió a reaccionar —a hacer como que reaccionaba— al día siguiente convocando reuniones e intentando trasladarle la responsabilidad a otros. Evidentemente esto no es la solución, pero la necesidad de salir a reaccionar significa que, tras la máscara de soberbia, han acusado la demostración del domingo. La presión hace a otros moverse, aunque nunca lo reconocerían. Es verdad que es un proceso arduo. Quienes tienen poder, dinero o influencia hablan todos los días, mientras que la gente tiene que organizarse y gastar tiempo y energías para tener voz. Pero cuando lo hace esa voz colectiva hace pequeñas a las voces individuales.
En segundo lugar, y de manera a menudo mucho más olvidada, una manifestación así no es solo un fin. Importa igualmente el camino. Se crea comunidad en su preparación, en su difusión, en su desarrollo. Hay mucho trabajo social, sindical y vecinal silencioso y cotidiano detrás de una manifestación así. Trabajo generoso que no tendrá recompensa individual, altruista, que genera un afecto similar. Se fraguan lazos entre personas que no se conocían, se establecen formas de coordinación y contacto más estables. Algunas personas comienzan a hablar porque se han encontrado yendo juntas a la mani, otras descubren a un compañero del trabajo o vecino del que no suponía que fuese “de los suyos”, otras entran en contacto con las convocatorias en su centro de salud u hospital, o se conectan con gente con valores similares. Muchas aprenden a convocar protestas, a amplificarlas, a hacer pancartas, a organizar columnas o bloques. Muchas otras descubren el goce de marchar juntos y pierden la vergüenza a cantar juntos. Muchas al día siguiente experimentan cómo su clamor ha sido ridiculizado, insultado u ocultado. Y cambian su percepción sobre el sistema político y mediático. Ese conjunto de transformaciones, básicamente, forman y educan militantes. De una forma que el estudio no puede sustituir y desde luego mucho más que la vida interna de ninguna organización. Toda generación que ha sido atravesada por un ciclo de movilizaciones las recuerda, tiene anécdotas, risas, aprendizajes e hitos que constituyen referencias culturales y estéticas comunes. Ese material afectivo, cultural y estético es a menudo el mimbre de futuras construcciones políticas.
En tercer lugar, las manifestaciones transforman a quienes acuden a ellas, que vuelven a casa siendo ligeramente distintos. Poulantzas decía que el Estado capitalista funciona políticamente para cohesionar por arriba y dispersar por abajo. Es decir, resolver contradicciones en el bloque dominante y conducir en una dirección común por encima de las fricciones, mientras trabaja denodadamente por deshacer y fracturar todos los lazos, lugares, memorias y articulaciones entre los sectores subalternos. Esto se traduce en la práctica en una función cotidiana de minorización. Los que el domingo marchamos en Madrid éramos muchos y representábamos una angustia de una mayoría social. Pero una mayoría social solo se convierte en mayoría cultural y política, antes de convertirse en mayoría electoral, cuando se convoca y encuentra, tiene canales y códigos propios, tiene referencias e hitos, comparte una visión de su país y tiene confianza en su propia fuerza. Los asistentes a la manifestación del pasado domingo se pasearon por Madrid, durante la manifestación y, de forma mucho más reveladora, antes y después de la misma, sintiéndose mayoría moral. Siendo anticipadamente mayoría. Ese día no se sintieron solos, ni raros, ni acobardados, ni prefirieron callarse para no discutir, ni extraños en sus barrios. Volvieron a casa con una disposición moral radicalmente diferente.
En último lugar, el domingo 13 de noviembre en Madrid reapareció el pueblo. El pueblo no es una categoría estadística ni administrativa. Y por supuesto es mucho más que el conjunto de las izquierdas. Es la aparición de los muchos con capacidad para hablar legítimamente en nombre de la comunidad, de un todos que nunca está completo. De manera temporal y frágil, en torno a una cuestión sentida y vivida como fundamental se traza una frontera decisiva, que reordena el campo político separando a una minoría culpable y privilegiada de la gente corriente. Esta frontera pone en un plano secundario el resto de diferencias y genera una identificación compartida, que puede desbordar las previas y cambiar así la correlación de fuerzas, si sabe mantenerse, extenderse e irradiarse.
Las apelaciones a “la calle” como fórmula mágica para resolver todos los problemas son ingenuas y paralizantes. Pero hay condiciones para que el viento cambie, para un profundo rearme moral y político de los partidarios de la justicia social y la libertad de los iguales. En ese rearme nos serán útiles las lecciones del 13 de noviembre, antes de que el paso de los días las diluyan.