¿Sirven para algo los derechos humanos?
El nivel civilizatorio es directamente proporcional a la existencia y capacidad de realización de los derechos humanos. Lo expreso así de contundente. En el último siglo hemos visto cómo se ha ido elaborando una normativa universal de derechos, plasmados en diferentes pactos elaborados desde Naciones Unidas. Es, sin duda, un gran avance de la humanidad, pues la existencia de normas posibilita la exigencia de su cumplimiento, aunque se hagan oídos sordos en muchos contextos. El primer problema, como todo el mundo sabe, es el divorcio entre lo que está escrito en las leyes y lo que realmente se puede cumplir, pues el papel mojado es también una norma universal. La pregunta, por tanto, no es si hemos de elaborar más leyes o pactos, que sí hay que hacerlo, sino la forma de obligar a los Estados a que lo que firman o legislan se pueda llevar a cabo de forma cabal.
Hay 18 pactos internacionales importantes que ya existen a nivel teórico y concreto, con bastantes países que los han firmado y ratificado. Pero, sin contar los microestados, hay 35 países que no han firmado ni siquiera la mitad de estos instrumentos de defensa de los derechos. Debería preocupar que estos países tengan derecho a voto en la Asamblea General de las Naciones Unidas y que incluso puedan ser escogidos como miembros no permanentes del Consejo de Seguridad. Más preocupante es, incluso, que, de los miembros permanentes de este Consejo, y con derecho a veto, Estados Unidos solo haya ratificado cinco; China, ocho, y Rusia, nueve, la mitad. Va en contra del espíritu y la letra de la Carta fundacional de Naciones Unidas. Además, China se presenta ante el mundo como la abanderada del multilateralismo y un “nuevo orden” basado en Naciones Unidas, cuando no cumple con sus principios fundacionales. También es inquietante que países superpoblados, como la India, solo hayan ratificado 8 instrumentos. Estos 35 Estados tienen una población que supone el 54% del total mundial. Dicho en otras palabras, algo más de la mitad de la población del planeta vive en países que no se han comprometido con la mayoría de los instrumentos de derechos patrocinados por Naciones Unidas, lo que nos proporciona una primera idea de la desprotección a que están sometidas las comunidades a escala legislativa. Luego hay que sumarle el incumplimiento de lo ya firmado. La situación, por tanto, no es nada boyante, a pesar de los avances normativos.
Otro aspecto a considerar es si los derechos humanos recogidos en los pactos internacionales, incluida la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tienen un sesgo occidental, y no representan la variedad de culturas y tradiciones que hay en el mundo. Se cuestiona su universalidad, lo cual podría tener sentido, pero lo hacen de manera particular quienes tienen menos respeto por las normas existentes. De hecho, países como China han puesto el énfasis en que los derechos colectivos han de primar sobre los individuales, justificando así la falta de libertades políticas en su país. Estos debates suelen tener un trasfondo geopolítico y de ocultación de realidades poco presentables, de manera que resulta demasiado fácil criticar o denigrar a un tercero, y no ver la viga en el propio ojo.
Varios de los países considerados grandes o medianas potencias, se justifican diciendo que ya tienen legislaciones internas que se ocupan de los derechos humanos, y que, por tanto, no requieren de instrumentos universales. Siguen el conocido argumento del filósofo y político Edmund Burke (1729-1797), cuando se opuso a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa, argumentando que eran una abstracción que iba en contra de las leyes nacionales y era propio de los “salvajes desnudos”, rechazando el concepto de humanidad como fuente de derechos. Esta negación captó el interés de Hannah Arendt a mediados del siglo pasado, defendiendo el derecho a tener derechos, o el derecho de cada individuo a pertenecer a la humanidad, que debería ser garantizado por la humanidad misma, como garantía de ser tratados como semejantes, guiados por el principio de justicia. Arendt nos recuerda algo muy obvio, pero demasiado olvidado, y es que no nacemos iguales, sino que llegamos a serlo como miembros de un grupo por la fuerza de nuestra decisión de concedernos mutuamente los mismos derechos.
Podemos preguntarnos sobre qué derechos estamos hablando de manera específica, ya que existen muchos y cada vez más a escala normativa. Un repaso a la actividad del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos nos puede dar una primera pista: espacio cívico y defensores de derechos humanos; la democracia, el derecho a participar y el proceso electoral; el espacio digital y derechos humanos; la libertad de reunión y de asociación, la libertad de opinión y expresión; las empresas y los derechos humanos; el cambio climático y el medioambiente; las medidas coercitivas unilaterales; la educación y los derechos culturales; la salud, la tierra y la vivienda; la pobreza, la alimentación, la protección social, el desarrollo sostenible, agua y saneamiento; albinismo, infancia y juventud; libertad de religión, pueblos indígenas, personas LGTBI, migrantes, minorías, personas mayores, personas con discapacidades; racismo, xenofobia e intolerancia; igualdad de género y los derechos de la mujer; administración de justicia y aplicación de la ley; pena de muerte, detención, desapariciones y ejecuciones, esclavitud y trata de personas, terrorismo, extremismo violento y tortura; prevención, alerta temprana y seguridad; emergencias humanitarias y situaciones de conflicto, y justicia de transición y mantenimiento de la paz después de un conflicto. El Alto Comisionado también tiene 43 relatores especiales o grupos de trabajo sobre temas específicos. Dicho esto, y viendo que los temas acaban incidiendo a todas las personas del planeta, ¿quién puede tener la autoridad moral para querer prescindir de estos instrumentos? Nadie.
En 2020, con motivo del 75º aniversario de las Naciones Unidas, su secretario general hizo un llamamiento a la acción en favor de los derechos humanos, poniendo énfasis en el desarrollo sostenible, la igualdad de género, la participación de la ciudadanía, la justicia climática y el reforzamiento de los mecanismos existentes. El documento contiene varias propuestas, bastantes genéricas, que topan con algo estructural que limita su puesta en práctica: el protagonismo de los Estados, ya que son ellos quienes forman Naciones Unidas, no los pueblos, como describe la Carta fundacional. Por muy buenas intenciones que tenga el secretario general o quien ostente el cargo de alto comisionado, Naciones Unidas tiene serias restricciones para concretar sus propuestas sobre el terreno. Así las cosas, han de ser las organizaciones de la sociedad civil las que lleven el protagonismo, tal como ocurre ahora, pero de forma más contundente y con más alianzas. Hay maneras de hacerlo posible, y la agenda de cualquier movimiento por la paz ha de incluir acciones sobre los derechos humanos, en complicidad y como complemento al trabajo que ya realizan las organizaciones más especializadas en esta labor, en especial las que trabajan en países con altos niveles de represión. En este sentido, y de manera particular, merece una atención específica la protección de las personas dedicadas a la defensa de los derechos humanos, con frecuencia perseguidas y represaliadas, cuando no asesinadas.
Es evidente que existe una estrecha relación entre el cumplimiento de los derechos humanos, o la posibilidad de ejercerlos, con el nivel de democracia de los países. También es cierto que hay algunas excepciones, en el sentido que hay algunos países, aunque pocos, en que el estado de bienestar tiene un índice superior al de las libertades individuales. Lo preocupante, sin embargo, es la enorme cantidad de países con democracias híbridas, donde hay elecciones sin que exista verdaderamente una democracia, y que, además, tienen bajos niveles de bienestar.
Como conclusión, el respeto hacia los derechos humanos ya consagrados en legislaciones nacionales y tratados internacionales no es un problema de falta de información, ni a nivel local ni a escala global, pues hay múltiples organizaciones que producen una ingente cantidad de informes, como Amnistía Internacional o Human Rights Watch. La dificultad estriba en el escaso convencimiento de muchos Estados respecto a la necesidad de implementarlos en sus políticas públicas, el llamado “enfoque de derechos”, que obliga a los Estados a considerar las causas y deficiencias que generan falta de garantías para su implementación y cumplimiento, muchas de ellas estructurales. La clave está, seguramente, en aumentar la participación de los colectivos afectados en la reivindicación de sus derechos, en un mayor conocimiento de los derechos exigibles, que es base para la rendición de cuentas por parte del Estado; en el apoyo de la ciudadanía hacia estas reivindicaciones, y en la construcción de unas nuevas relaciones entre Estado y la sociedad, en lo que hemos denominado en un nuevo o renovado contrato social.
Las claves están bien descritas (información, educación, recursos, voluntad, estrategia, receptores, empoderamiento, respeto y protección), aunque además se ha de poner el énfasis en que, junto a la titularidad de los beneficiados hay que considerar la titularidad de quienes tienen las obligaciones, y que sea un enfoque no discriminatorio y con dimensión de género. Lo difícil, por tanto, es cómo hacer cumplir esos derechos a escala estatal. En primera instancia, lo primero es creer sinceramente en estos principios. Conseguirlo es el reto que ha de asumir una agenda de paz.
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