El sombrío legado de Kissinger
“Todas las vidas políticas, a menos que sean interrumpidas en medio de una coyuntura feliz, terminan en un fracaso.” Eso dijo Enoch Powell; aun con este famoso aforismo, Henry Kissinger, estratega de la Guerra fría, secretario de Estado de EEUU, consejero de 12 presidentes estadounidenses y presunto criminal de guerra, que murió a los 100 años, es una excepción notable.
El hombre que inventó la diplomacia itinerante, promovió el concepto de realpolitik de mirada dura y persiguió fugaces espejismos de distensión entre superpotencias hostiles, paradójicamente vivió una vida de múltiples fracasos profesionales que terminaron felizmente, marcada por una alta consideración internacional en general.
Kissinger fue, a lo largo de su larga carrera, defensor de una hegemonía global estadounidense que ahora se está desmoronando. Él y sus emuladores dieron al imperialismo una nueva cara poscolonial, persiguiendo el interés nacional independientemente de los costos que recaían principalmente sobre otros.
Y, sin embargo, los tres pilares del logro de Kissinger –la apertura a la China comunista en 1979, una relación menos conflictiva con la Unión Soviética y la búsqueda de un terreno común entre Israel y los árabes– se construyeron sobre cimientos débiles que posteriormente se derrumbaron.
Llevar a Richard Nixon a Pekín en 1972, donde conoció a Mao Zedong, fue visto como una hazaña impresionante en ese momento. La maniobra, un intento no tan sutil de flanquear a los rusos, pasó a ser conocida como “jugar la carta de China”. En teoría, de todos modos, aumentó la presión sobre el líder soviético, Leonid Brezhnev.
Pero, a más largo plazo, fue la China posrevolucionaria, no Estados Unidos, la que se benefició inmensamente de este primer compromiso tentativo y del posterior, rápido e incomparable auge económico, empresarial y de inversión.
Deng Xiaoping, que tomó el poder en 1978 dos años después de la muerte de Mao, aprovechó al máximo la normalización para comenzar a construir la superpotencia global que hoy rivaliza con –y, según algunos, amenaza existencialmente a– la hegemonía estadounidense de Kissinger.
Sería absurdo culparlo por la transformación de la China moderna en un depredador agresivo y expansionista con escaso respeto por la democracia y los derechos humanos. Por otro lado, el presidente Xi Jinping, con quien se reunió en julio, sigue claramente el modelo de Kissinger.
La distensión con la Unión Soviética y una serie de tratados de control de armas nucleares emprendidos por los sucesores republicanos de Nixon, Ronald Reagan y George H. W. Bush (ambos asesorados por Kissinger), son vistos convencionalmente como piezas adicionales en su medallero.
Pero el colapso soviético y el fin de la Guerra Fría en 1989-91 –el objetivo triunfalista clave de los políticos occidentales que siguieron la señal de Washington– infligieron humillación al pueblo ruso. En lugar de ayudar a los nuevos líderes de Moscú a construir un Estado democrático, próspero y funcional, Bush y luego Bill Clinton sacaron provecho del “dividendo de la paz” y, en opinión de Vladimir Putin, incumplieron su palabra sobre la ampliación de la OTAN hacia el este. En retrospectiva, fue un fracaso fatal.
Si Putin es un estudioso del pragmatismo y la realpolitik de Kissinger –los dos hombres se conocieron en el Kremlin en 2017– es una cuestión abierta. Lo que está claro es que el actual líder de Rusia está profundamente familiarizado con el truco de la “carta China”. Semanas antes de la invasión de Ucrania en febrero del año pasado, Putin y Xi celebraron una reunión cumbre en que declararon una asociación “sin límites”. Las tornas habían cambiado. Ahora era EEUU el que que estaba diplomáticamente en contra.
China: un problema mayor que nunca, que desafía el liderazgo y los valores de Estados Unidos en todo el mundo. Rusia: una potencia amargamente resentida y resurgente que ahora amenaza una vez más la paz en Europa. Ambos son legados del mundo de Kissinger y el pensamiento maximalista que a menudo guiaba sus acciones.
No es necesario echar un vistazo al terrible sufrimiento en Gaza, ni escuchar el dolor de los familiares israelíes de más de mil personas que murieron el 7 de octubre, para saber que los éxitos de las negociaciones de paz estadounidenses en Oriente Medio, bajo Kissinger y desde entonces, son en su mayor parte ilusorias.
Sin duda, Kissinger ayudó a mediar para poner fin a la guerra de Yom Kippur en 1973. Pero el enigma básico –cómo pueden los judíos y los palestinos vivir uno al lado del otro en una tierra en disputa– sigue sin abordarse 50 años después. Y la percepción de que hay una parcialidad injusta de la política de EEUU favorable a Israel se remonta a su época en el cargo.
Al durar tanto tiempo y seguir contribuyendo a los debates sobre política exterior, Kissinger se convirtió en un testigo único de los conflictos, tribulaciones y triunfos de lo que llegó a conocerse como el siglo estadounidense: el orden internacional posterior a 1945 dominado por Estados Unidos.
Pero en muchos aspectos, parecía resistir y oponerse a la creciente marea de los asuntos mundiales, que enfatizaban cada vez más la importancia de la autodeterminación nacional y los derechos humanos.
Su apoyo al golpe militar asesino en Chile en 1973, que derrocó al gobierno electo de Salvador Allende y marcó el comienzo de la dictadura de Augusto Pinochet, todavía se destaca como un terrible monumento al neoimperialismo estadounidense miope y destructivo de esa época.
El apoyo de Estados Unidos a grupos nacionalistas violentos de la Guerra Fría en medio de guerras por poderes con la Unión Soviética, como Unita en Angola o, más tarde, los Contras en Nicaragua, y el apoyo por parte de Washington a la peor clase de dictadores africanos y de Medio Oriente –porque supuestamente convenía a los intereses geopolíticos de Estados Unidos– eran políticas que debían mucho al pensamiento de Kissinger.
Y luego estaba Vietnam. Aunque a Kissinger se le atribuye haber ayudado a poner fin a la guerra, lo que legó, al igual que Donald Trump en Afganistán, fue un país destrozado que rápidamente sucumbió a una toma totalitaria, haciendo inútiles los sacrificios anteriores.
Para algunos que pueden recordarlo, Kissinger nunca será perdonado por el bombardeo secreto de la neutral Camboya en 1969-70, como parte de la campaña de Vietnam. Según informaciones, Kissinger ordenó a la fuerza aérea estadounidense que atacara “cualquier cosa que vuele o cualquier cosa que se mueva”. Murieron unos 50.000 civiles.
Sus acciones fueron examinadas en el libro de Christopher Hitchens de 2001, 'El juicio de Henry Kissinger', que lo acusó de cometer numerosos crímenes de guerra. Pero a medida que fueron pasando las décadas y él asumió gradualmente el papel de estadista de mayor edad, esos horrores –y todos sus múltiples fracasos– fueron en su mayor parte dejados de lado.
Kissinger fue un hombre de una época diferente. Seria bueno creer que, con él, esa época ha pasado.
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