A Trump le sobra la democracia si no le favorece
Este 5 de noviembre, las instituciones europeas consiguieron pactar la creación de un mecanismo que castigará a los países donde se violen o pongan en peligro las normas del Estado de Derecho, con la suspensión de los fondos comunitarios. Un éxito que dota de un efectivo incentivo y amplía al Artículo 7 del Tratado de Europa.
Es significativo que Europa alcance este logro, mientras al otro lado del Atlántico asistimos al bochornoso espectáculo del presidente norteamericano, que se niega a reconocer su derrota electoral.
La protección de la democracia y el Estado de Derecho también cuenta con un potente instrumento en América: la Carta Democrática Interamericana. Su objetivo es la “defensa activa de la democracia representativa”, y es un pilar del sistema interamericano.
Esta Carta puede invocarse, bien por los gobiernos o bien por el propio Secretario o el Consejo General de la Organización de Estados Americanos (OEA), cuando consideren que está en riesgo el proceso político institucional democrático. Es reconocida como uno de los instrumentos interamericanos más completos, promulgada para la promoción y fortalecimiento de los principios, prácticas y cultura democráticas entre los Estados de las Américas.
Hasta ahora, la Carta se ha invocado en una docena de ocasiones, la mayor parte de ellas a petición de los propios gobiernos. Una vez se invoca, la OEA autoriza al secretario general o al Consejo Permanente a disponer visitas y otras gestiones con el consentimiento del gobierno del país afectado.
Por tanto, si el presidente de un país firmante de la Carta, como los Estados Unidos, enfrenta un intento de amaño de las elecciones como el que Donald Trump denuncia, cuenta con un mecanismo para poner en marcha instrumentos multilaterales para respaldarlo. Pero Trump no invocará la Carta, irá a los tribunales y, sobre todo, a las redes para ventilar su enfado.
El problema es que ni Trump cree en el multilateralismo, ni se considera parte de ningún sistema interamericano que implique igualdad entre los miembros; ni la Carta Democrática Interamericana se firmó con capacidad para actuar al norte del Río Bravo, donde se suponen estaba el ejemplo a seguir; ni el presidente en cuestión tiene ningún interés en la democracia, es más, le sobra si no le favorece. Más grave aún, el actual presidente de los EEUU no pretende preservar la estabilidad y contener disturbios o brotes de violencia: con total impunidad llama a los sectores más radicales a tomar las calles.
Trump ha renegado del destino autoelegido de promotor mundial de la democracia de los Estados Unidos, que habían promocionado republicanos y demócratas, y en el que se excusaron tantos desmanes. ¿De qué sirve una Carta Democrática si el presidente del país que la respalda con más celo la desprecia?
Donald Trump, el canalla audaz, lenguaraz y desvergonzando, es el síntoma de un país en crisis, que tras cuatro años protagonizando una parodia de gobierno no recibe un estrepitoso castigo. Probablemente, de no ser por la COVID-19 habría sido reelegido. Mas aún, cuando se conozca el resultado definitivo habrá que desplegar una lupa sociológica para analizar dónde fue castigado y en qué nivel.
En 1998, el filósofo Richard Rorty, en su libro Forjar nuestro país, 'pronosticaba' que el electorado no suburbano decidiría que el sistema ha fracasado y buscaría un hombre fuerte por quien votar. Un voto que reflejaría el rechazo a élites sofisticadas que imponen las normas. Algo se rompería, y “los logros obtenidos en los últimos 40 años por los estadounidenses negros, las minorías raciales y los homosexuales serán aniquilados. Mientras que el desprecio jocoso por las mujeres volverá a la moda”.
El tiempo dio la razón a Rorty, la sociedad se rompió, como se rompieron todos los límites que se suponía debía preservar un presidente. Sin embargo, la profecía se queda corta en dos aspectos: en primer lugar, la ruptura va mucho más allá de la América profunda y la emergencia de grupos de derecha nacionalista y radical es noticia en casi todo el mundo. En segundo lugar, el problema no es solo la incapacidad de las élites ilustradas para conectar con esa entelequia del “hombre común” (que no la mujer), sino en la total falta de voluntad de las élites conservadoras en plantear reformas que profundicen la democracia, o que puedan alterar la distribución del poder que la sustenta.
EEUU tiene dos grandes rupturas, la desigualdad económica y la racial. La desigualdad en el acceso a los beneficios de la economía de mercado ha dado al traste con el sueño americano, que es, y seguirá siendo, un sueño blanco. Es tal la desigualdad, que al nacer un estadounidense negro tiene más del doble de posibilidades de morir antes de cumplir un año que uno blanco, y el doble de posibilidades de ser pobre toda su vida.
Las élites de derecha radical no tienen un proyecto para resolver la desigualdad en el escenario de muerte por éxito del capitalismo financiero ultraliberal. Agitan entonces todo tipo de banderas para salvar una brecha, abriendo otras, la nación, la religión, negros contra latinos, todo vale.
Las redes sociales se disparan para reconstruir un “ellos contra nosotros”, aunque esto implique desdecir lo que hasta hace poco se llamaba progreso social y ahora desdeñan como “socialismo”. La política está en crisis, es cierto hoy y hace 20 años, es su naturaleza. Sin embargo, no vale la equidistancia para juzgar a los que han alentado la peligrosa radicalización social en Occidente.
Muy a pesar de Trump, EEUU sigue teniendo instituciones fuertes. El Partido Republicano tendrá que elegir entre seguir a su actual líder antisistema o recuperar su tradición conservadora pero institucional. Los demócratas tendrán que hacerse mirar su incapacidad para arrasar entre los que se suponen ganadores con su propuesta, incluidos los latinos. Quizás el beneficio no es tan obvio para muchos y la confianza está muy lastrada por su falta de audacia al gobernar.
Mas allá de EEUU, donde las instituciones no son tan fuertes, ni los sistemas de check and balance operan, el legado de Trump va a pesar aún más. Crecen liderazgos autoritarios, los instrumentos de protección de la democracia como la Carta Interamericana se debilitan, y los que cuestionan el progreso cosmopolita, envalentonados, ya no tienen ninguna cortapisa en lanzar su veneno. Valga entonces volver a resaltar de nuevo el logro de la Unión Europea, la defensa de la democracia y del Estado de Derecho necesita herramientas efectivas ante el embate de los radicales. El proyecto común es una inversión costosa para todos sus miembros, pero no puede ceder en sus principios. Más aún, en la reacomodación del sistema internacional Europa tendrá que elegir su papel, y más le vale que haya una consistencia entre las líneas rojas en las que opera su modelo interno y las que va a plantear en su presencia internacional, mientras los Estados Unidos se hunden en las arenas movedizas de sus propias inconsistencias.
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