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La vida rural que les estropea la foto

Un rebaño trashumante rodeando Córdoba. Junio, 2017. | Foto: María Sánchez.

María Sánchez

1.

Una de las cosas que más me gustan es convertirme de forma involuntaria en la espectadora que ve a un niño preguntar a su madre o a su padre sobre algo que no conoce. Primero llega el asombro, luego vendrá la intriga siempre acompañada del cuerpo, ese giro de cabeza sucediendo a la vez que la cuestión. Esa curiosidad por lo que todavía no tiene nombre, casi siempre va de la mano de una mezcla de ternura y respeto. Luego crecemos y aprendemos a nombrar por nosotros mismos.

Recuerdo los viajes en el coche al pueblo con la mejilla pegada al cristal, contando robles entre encinas y alcornoques, viendo animalillos cruzando la carretera, los pasos de algún ciervo observándonos siempre desde arriba. Contar era una forma de hacer que pasara el tiempo más deprisa, animales en el paisaje y pastores sustituyendo los minutos, convirtiéndose, sin querer, en el minutero que nunca para y que desconocíamos en la infancia. Quizás de ahí me venga una especie de calma irreal cuando aprendo el nombre de algo que no conozco. No sé quién dijo eso de existe lo que se nombra. Ah, sí, ahora lo recuerdo, era más bien al revés lo que escribió George Steiner: Lo que no se nombra no existe.

2.

Corre, corre. Mira eso. Saca el móvil. Grábalo. Qué bueno, tío. Va a petar. La gente en redes se va a volver loca.

3.

Hoy el espejo ha cambiado porque nos da la imagen que nosotros queremos ver, lo que queremos sentir. Podemos hacernos mil selfies hasta dar con el único que vale, moldear un paisaje virtual e imaginario donde sentirnos cómodos, como en casa, donde establecer nuestras propias reglas, dar cobijo a los mejores discursos e ideales. Una vía de escape que reconforta, que hace que reconduzcamos nuestros hábitos y nuestro propio cuerpo a la pantalla. Queremos contar, que nos nombren, al fin al cabo, queremos seguir existiendo.

4.

Quizás, es por eso, que muchos caen en el error de imaginar el campo y todo lo que conlleva como una vía de escape. Una narrativa sin lenguaje, límites ni normas que puede adaptarse perfectamente a lo que ellos esperan. Una bonita postal donde poder elegir qué quieres que aparezca e interaccione contigo. Una imagen idílica pero plana que se rompe cuando sus habitantes aparecen y rompen el encanto. Ese paisaje emocional inventado antes de llegar al lugar, pero que termina fallando, mientras los visitantes observan, decepcionados, como se esfuma, por culpa, fíjese usted, de sus propios protagonistas.

5.

Necesito rescatar esto que escribe Marc Badal en Vidas a la intemperie (notas preliminares para el campesinado), uno de los mejores libros que se ha publicado este año y que no encontrará en ninguna de las famosas listas que los medios sacan a finales de año:

“El género propio de esta oda al campo remasterizada es el turismo rural… El turista adora los cuentos de la abuela. Los viejos recuerdos y su dulce repostería. Es eso lo que ha venido a buscar. Las cosechadoras que invaden los dos carriles de la carretera o los jornaleros que andan por la cuneta no le interesan. Incluso parece que llegan a molestarle. Le han vendido un mundo rural que no se corresponde exactamente a lo que se encuentra”.

6.

El vídeo en cuestión se llama 'Turismofobia gallega'. Se compartió en Twitter más de 2.000 veces. Unas vacas aparecen de frente por un camino y detrás una mujer mayor corriendo detrás, enfadada, y recriminando en gallego a los que sujetan el móvil. Se ríen, levantan  a modo de amenaza, el bastón de trekking cuidadosamente elegido en el decathlon a juego con su vestimenta de caminante de Santiago. La llaman loca. Les parece graciosísimo y lo suben a la red. Más de 5.000 personas marcaron la estrellita, sin plantearse, qué hay realmente detrás de todo eso.

7.

Podemos hablar por ejemplo, de la edad de esa mujer. ¿Qué hace esa mujer mayor corriendo detrás de las vacas, posiblemente, después de haberlas recogido del prado? Tampoco, nadie se pregunta por qué existe ese camino. Nadie piensa en la multitud de pezuñas, pies y pasos que lo moldearon a través del tiempo, erosionando malas hierbas y pequeños matorrales, apartando piedrecitas y basura para que nadie se tropiece, para que la vida pueda seguir su paso. Nadie, piensa que esa “loca”, que posiblemente se sienta amenazada y tenga miedo, es la que encuentra en su casa y forma parte de una cultura casi mágica: ese patrimonio que une al animal, paisaje y persona, y que tiene muchísimo que contar.

Pero los que van ya tienen configurada en su cabeza la historia que quieren oír, la imagen con la que se quieren quedar. Y no tienen tiempo para divagar ni escuchar sobre historias de esa “España profunda”: que si relevo generacional, que si despoblación, que si pastores y tonterías, bla, bla, bla. Ellos ya han elegido su particular oasis, ya tienen su terreno especial del paraíso. Y necesitan descansar, huir, desconectar de su rutina en la ciudad, olvidar el sentido del lugar y contar, a la vuelta de su merecido descanso, desde el principio, todo lo que han visto para existir.

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