Visto uno, vistos todos
Tomaba un café en una mañana soleada en Praga, mientras en la mesa de al lado dos chicas hablaban de lo que habían visto en la ciudad y en sus alrededores. Una comentó que sus amigos habían ido ese día a ver un campo de concentración que no estaba lejos, pero que ella ya había ido a uno y “visto uno, vistos todos”, le dijo a su compañera, que asintió.
No las juzgo, entre otras cosas porque no debe juzgarse a nadie por unas pocas palabras, menos todavía si fueron obtenidas furtivamente, aunque escuchadas sin necesidad de aguzar el oído. Del mismo modo, no deberíamos juzgar a nadie por un tuit, aunque se hace cada día, a veces con juicios sumarísimos y sentencias a cadena perpetua y sin posibilidad de revisión siquiera. Pero no me resisto a opinar sobre lo que pueden significar estas palabras.
Los nazis construyeron más de 15.000 campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. En los campos de exterminio polacos de Auschwitz murieron nueve de cada diez de los más de 1.300.000 prisioneros. Cada uno de esos prisioneros era una persona y no simplemente el número que se cosía a sus ropas o se tatuaba en su piel. Cada persona, una a una, era una vida que respetar y defender. O acaso, ¿visto un prisionero, vistos todos?
Un campo de concentración no son edificios, barracones, hornos crematorios, vallas, torres de vigilancia, carreteras que llegan a ellos y calles que los atraviesan. No son vías de tren por las que llegaban los convoyes repletos de terror y se iban llenos de silencio. Son personas que eran encerradas injustamente, que eran torturadas, que eran sometidas a tratos inhumanos y a experimentos de una crueldad inimaginable, incluso cuando fue descrita con todo detalle en los diarios de quienes los realizaban. Personas que eran finalmente asesinadas con la única precaución de no mancharse las manos y las retinas. Cada una de esos millones de personas que pasaron por los miles de campos de concentración merecía el respeto de la humanidad entera. Por eso no podemos decir que visto un campo de concentración, vistos todos. Solo podemos pensar eso si vamos a ver hierros, ladrillos o maderas, pero no lágrimas. Solo podemos pensar eso si vamos a ver y no a sentir.
Al campo austríaco de Mauthausen fueron enviados muchos españoles, en parte huidos de la Guerra Civil. Más de siete mil, según los registros. Por eso se le llamó el “campo de los españoles”. Nuestra guerra fratricida también dejó miles y miles de muertos y los desaparecidos del franquismo superaron ampliamente los cien mil. Aun así, somos un país que no ha investigado como debería los crímenes de la dictadura de Franco. A pesar de la Ley de Memoria Histórica, las fosas de nuestra guerra y su posguerra siguen llenas de personas más anónimas incluso por nuestra insensibilidad que por la tierra que las cubre. Quizás pensemos que cerrando los ojos se expían las culpas o que incluso no hubo culpables.
Me gustaría que nuestros jóvenes no crezcan pensando que vista una fosa, vistas todas. Pero para eso tienen que aprender a sentir y no solo a ver. Y sin memoria no hay aprendizaje posible, incluida la memoria de la historia. Por eso espero que vaya adelante el Proyecto de Ley de Memoria Democrática que acaba de enviar el Gobierno a las Cortes. Puede que no sea suficiente, pero sí es necesaria.
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