Los vítores trumpistas de PP y Vox
Para que la anormalidad sea perfecta, el Letrado Mayor del Congreso transmite a la Presidenta de la Cámara un recuento votos que no se corresponde con el del marcador electrónico. Meritxell Batet lee lo que le pasan y proclama que el Decreto Ley de la Reforma Laboral queda derogado. Se produce un segundo de silencio que corta el aire. Un segundo. Entonces llega el estruendo.
Desde los escaños de Vox y del PP se alza un rugido de júbilo. Abrazos, vítores. Ruido y furia. Algunos sorprendidos. Otros no. Porque sabían que podía pasar. Que si los dos diputados de la derecha navarra rompían la farsa y se pasaban a su bando natural, la operación estaba hecha. De ahí los vítores.
Luego vendría el espectáculo esperpéntico. El error Casero. No el primero en su haber. Pero sí el que estropea el plan perfecto. El voto torpe que confunde los botones y tuerce el resultado que UPN y el PP creían amañando. El voto de la justicia poética, también. El que compensa la maniobra infame, ilegal, que privó de su escaño a Alberto Rodríguez.
Tras los rabiosos vítores iniciales llega la rabia a secas. Es la rabia matonesca de Teodoro García Egea, que ensaya su momento trumpista increpando a Batet en la puerta del hemiciclo. Es el rostro transfigurado e iracundo de Macarena Olona que se siente en el Capitolio. Esos vítores, esa rabia que muestran los dientes, expresa algo peligroso que degrada y amenaza la democracia. Porque es la rabia de quienes no están dispuestos a ceder lo más mínimo de sus privilegios. La de la patronal de las macrogranjas, la que asaltó Lorca por las mismas razones por las que siempre odió la reforma. La de la patronal de la hostelería, que querría a las camareras de piso en estado de semi esclavitud indefinido. La de la patronal de las plataformas, que querría tener a mano a legiones de jornaleros digitales en bicicleta, expuestos a la muerte en cada esquina, corriendo y dejándose la vida para que un reparto llegue a tiempo en cualquier rincón de la ciudad.
Esa gente que quiso linchar a Garamendi por consentir subidas de salarios, por apoyar indultos, por acordar ERTES. Por no ser una correa de transmisión del PP, como sus antecesores. Esa gente odia todo lo que el Ministerio de Yolanda Díaz ha hecho desde que está en el Gobierno. Enviar inspecciones al campo, para desenmascarar esas relaciones de explotación. Limitar drásticamente las causas del despido, esa expresión brutal de la violencia del poder privado. Aprobar una Ley de Riders. Sumar a los sindicatos mayoritarios y a una parte de la patronal para convertir en indefinidos contratos indecentemente temporales, para que los convenios laborales incrementen salarios y no los constriñan. Para proteger mejor las reivindicaciones de las trabajadoras y trabajadores de la bahía de Cádiz. Para desactivar no solo aspectos clave de la Reforma de Rajoy. Para desandar, por vez primera en cuarenta años, una filosofía precarizadora que se remonta a la reforma felipista de 1984.
La derecha trumpista que estalló el jueves en el Congreso odia este programa reformista porque sabe que se ha conseguido en un contexto durísimo para la gente trabajadora. Contra la presión de los sectores más neoliberales de la Comisión Europea. Contra las reticencias los sectores centristas del propio Gobierno. Con la movilización social y sindical prácticamente suspendida a causa de una pandemia que ha sido un puñetazo al estómago en términos vitales, psicológicos.
Hay quien pensaba, ciertamente, que aun así se podía llegar más lejos. Lo expresó con honradez Oskar Matute, de EH Bildu. Reconoció que había avances pero que eran insuficientes. Desde posiciones más moderadas, pero igualmente sinceras, Aitor Esteban, del PNV, argumentó que el contenido no le desagradaba, pero que se podría haber negociado mejor desde un comienzo.
Teniendo en cuenta el singular ecosistema sindical vasco (igual que el gallego), es difícil no respetar estas críticas, sin duda más sólidas que el “nos dan una bicicleta en lugar de una moto”. Lo que cuesta entender, viendo la exultante reacción del PP y Vox, es que la única expresión de esta crítica legítima fuera un voto negativo. Un voto que en la práctica suponía blindar -quien sabe por cuánto tiempo- la Reforma de Rajoy. Con un discurso semejante al de Matute, aunque otorgando más valor a los concretos avances conseguidos, Compromís y Más País justificaron su apoyo crítico a la reforma.
Sea como fuere, el nuevo marco reformista se ha abierto camino. Quedará consolidado en el BOE en un momento áspero, bronco, que las derechas exaltadas querrían aprovechar para un nuevo asalto destituyente.
Ahora viene la lucha por el derecho y por los derechos. En las empresas, a través de la inspección de trabajo, en los tribunales. Conseguir que lo acordado pase del papel a la práctica. Y que la agenda de cambios no se detenga aquí. Que se siga batallando por mejorar los salarios, por reforzar el contenido garantista del Estatuto de los Trabajadores. Porque es mucho lo que queda por hacer y porque la agresión acometida contra las gentes trabajadoras por el despiadado capitalismo de nuestro tiempo sigue siendo feroz.
Todo esto exige reflexionar con calma sobre el significado de los vítores coléricos del PP y de Vox. Sobre la calculada operación de compra de voluntades perpetrada poco antes. El embate trumpista perpetrado el jueves en el Congreso no será conjurado con la geometría variable. Exige una recomposición decidida de la mayoría de investidura. Una recomposición que parta de una reflexión conjunta, sin autoengaños, de los fallos cometidos por todos. Y exige que la sociedad hable. Que se organice comunitaria y sindicalmente para que lo ganado en el BOE engendre realidades irreversibles. Eso supone asumir que no hay conquista democrática que no suponga conflictos, acuerdos, nuevos conflictos y nuevos acuerdos. No hay más. Solo desde ahí es posible desactivar el ascenso reaccionario de los herederos de Arturo Ui que, a diferencia de la obra de Brecht, no tiene por qué ser imparable.
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