¿Volverá el frío a la IA?
Todos los días los medios de comunicación nos hablan de inteligencia artificial. De no saber lo que era hace pocos años, hemos pasado a incorporarla a las conversaciones de café. Mucha gente cree, de hecho, que la IA es cosa reciente, pero va camino de siete décadas de historia en la que ha pasado por sus más y sus menos. Estos, derivados en buena medida de expectativas exageradas y repetidamente incumplidas. Por ejemplo, Marvin Minsky, uno de los fundadores del campo y una de sus mentes más brillantes, declaró en 1970 a la revista Life que: “en un plazo de tres a ocho años tendremos una máquina con la inteligencia general de un ser humano medio.”
Los denominados “inviernos de la inteligencia artificial” son períodos en los que estas y otras expectativas incumplidas dieron lugar a recortes de financiación y a la pérdida generalizada de interés en el campo. Hasta ahora se han producido dos de estos períodos de suflé desinflado. El primero, en la década de los 70 y el segundo, a finales de los 80, después de un resurgir del campo entre ambos de la mano de los sistemas expertos, un enfoque de la IA muy distinto al que ahora está en boga. Los sistemas basados en la representación computacional del conocimiento y el razonamiento humanos vivieron entonces su época dorada de desarrollo, aplicación e inversión. Pero aquel entusiasmo inicial por los sistemas expertos decayó con el tiempo, ya que son difíciles de diseñar y de mantener y no escalan bien a medida que el problema abordado se hace más grande. Por eso, una vez más, una tropa menguada de investigadores en IA se replegó a sus cuarteles de invierno. Yo comencé a investigar poco antes de este segundo invierno, pero no lo noté, ciertamente, ya que en aquel momento investigar en España era vivir siempre entre nieves.
Hay otros campos científicos y tecnológicos que han experimentado ciclos de expansión y optimismo seguidos de contracción y pesimismo. Ocurrió con la energía nuclear, que suscitó un gran entusiasmo a mediados del siglo pasado como una fuente de energía abundante y barata, pero sus virtudes se matizaron sustancialmente tras accidentes tan graves como el de la Isla de las Tres Millas (1979), Chernóbil (1986) y Fukushima (2011). Muchos de los lectores recordarán también la conocida burbuja de las puntocom, que a finales de la década de 1990 llevó a una rápida expansión de la economía de internet. Tan rápido fue este ascenso como la posterior caída.
Los inviernos de la IA fueron períodos de menor intensidad en la investigación, pero indispensables para seguir avanzando en el campo y fundamentar el presente. En ambos inviernos se produjo un rearme conceptual y teórico del campo, resituando las expectativas en lo razonable y dando lugar a nuevos enfoques de investigación y desarrollo. Hoy día no es que vivamos una nueva primavera, como se llama a los períodos álgidos, sino un verano muy tórrido, de esos a los que desgraciadamente nos está acostumbrando la crisis climática. Quizás por eso oigamos con frecuencia que la IA ha venido para quedarse, como si desde su mismo origen no fuese así. Son frases de gurús de tres al cuarto, ya saben.
Siempre es importante gestionar las expectativas, para que no excedan lo razonable y, sobre todo, lo razonado, cayendo en el pensamiento ilusorio o directamente en el engaño. Los logros de la IA son incuestionables y algunos sorprendentes, incluso para quienes investigamos en este ámbito. Pero se han vuelto a crear expectativas que a todas luces resultan excesivas. La principal es afirmar que en poco tiempo, escasos años, incluso, tendremos una IA general. Es decir, una inteligencia artificial comparable a la nuestra en todos los sentidos. No hablamos de tener sistemas basados en IA que en esta o aquella tarea nos igualen o incluso nos superen, algo que ocurre cada vez en más casos, sino una IA que pueda medirse con nosotros en cualquier asunto. Yo no niego ni condeno la idea de que esa hipotética IA general pueda llegar algún día, pero no en el corto o medio plazo. Ese camino, aún si existe, no sabemos por dónde discurre, y desde luego no parece que sea el que hoy se está recorriendo para mejorar la inteligencia artificial que tenemos.
De nuevo las expectativas exageradas e incumplidas pueden ir seguidas de la decepción y el consiguiente desinterés. Por eso hay que ser comedidos. Hay además otras razones que pueden hacer que, aunque no como en el pasado, desde luego, vuelva a hacer frío en la casa de la IA. La inversión en investigación y desarrollo en IA es enorme y creciente, pero casi toda es inversión privada y dirigida al corto plazo y a buscar rentabilidad económica a toda costa. Además, el foco de investigación se está restringiendo a mejorar los actuales modelos de computación neuronal, que son magníficos en ciertas tareas como el reconocimiento de patrones sobre voz, texto, imágenes o vídeo, o estableciendo correlaciones entre datos o elementos de información, pero que tienen serios problemas para abordar la causalidad, el razonamiento de sentido común, el aprendizaje y el razonamiento generalizados o el aprendizaje a partir de uno o muy pocos ejemplos, como sí hacemos las personas. Además, y no es este un tema menor, hay una importante prevención social sobre el devenir de la IA y las implicaciones negativas que un mal uso o abuso de las tecnologías inteligentes pueden suponer: desempleo tecnológico, amplificación de desigualdades, menoscabo de derechos fundamentales y un largo etcétera.
Por tanto, no descartemos que puedan volver las nieves a la inteligencia artificial. Se dice que no hay dos sin tres y aunque los refranes no son teoremas, mejor ser precavidos y, sobre todo, ser comedidos y no caer en exageraciones que solo benefician a quienes tienen algo que ganar con ellas.
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