Cuando en 2014 los ayuntamientos de este país se abrieron a la presencia de fuerzas progresistas organizadas en torno a candidaturas plurales y diversas de fortuna variable; cuando además se alcanzó el bastón de mando de ayuntamientos tan importantes como el de Barcelona, España conoció un rebrote de la mejor y más decantada misoginia patria, que nos dejó grandes momentos que tenían como destinataria, de forma muy específica, a la todavía hoy alcaldesa de la capital catalana, Ada Colau.
Nada nuevo bajo el sol, pero sí indicador preciso de qué resortes activaba, de forma concreta, la presencia de la portavoz de la PAH en aquella alcaldía. En aquella circunstancia saltó el relé donde se juntan el género y la clase para recordarnos que las pescaderas no tienen plenos derechos ciudadanos. Aquello de 2014 tampoco nos pilló de sorpresa: la vesania machista enquistada en la convivencia española había arreciado, unos años antes, contra la primera ministra de Igualdad de este país, Bibiana Aído, en un tiempo que parece pretérito en la memoria inmediata de nuestra vida digital y que, sin embargo, sigue más vivo que nunca.
Seis años después de aquella primavera cabría preguntarse si algo hemos aprendido y la respuesta, para algunas, está clara: hemos aprendido que 'la Yoli' es ministra de Trabajo del Gobierno de España y se ha empeñado en transformar radicalmente la estructura de las relaciones productivas de este país. Hemos reconocido que los mismos sangran por la misma herida que manaba misoginia abundante en 2014, en 2010, en un doloroso presente continuo que, en las carteras actualmente en manos de Unidas Podemos, está viviendo también en primera persona la cajera, la ministra de Igualdad, Irene Montero, empeñada a su vez en que lo reproductivo, los cuidados y el derecho a vidas libres de violencias salgan bailando de este momento histórico.
Uno de los primeros aprendizajes de filóloga interesada en el uso no sexista del lenguaje es el que te enseña que las mujeres somos la Alba, la Paqui o la Mari fuera de los ámbitos más próximos e íntimos –la Pardo Bazán, la Piquer, la Rosalía– pero los hombres son siempre el señor Peréz o el señor Pelotez, además también dentro de casa. El diminutivo, el artículo que agarra como soga, la falta de un apellido que nos encuadre en la esfera pública sin ser 'señora de' son muestras de violencia en el uso del lenguaje que, me atrevo a decir, toda mujer al margen de su espectro ideológico ha conocido; que se refieran a ti como chica, bonita, nena, tontita, este nuevo que he aprendido últimamente: “las niñas de Igualdad”.
Un diario económico se ha referido recientemente a la señora Yolanda Díaz como Yoli al repasar las medidas económicas de rescate social y defensa del trabajo y las clases populares más potentes que este país ha conocido jamás. Otro generalista hablaba del enfado de la susodicha ministra de Trabajo del Gobierno de España cuando una observadora más objetiva que yo creo que vería, sin más, esa virtud tan poco femenina en el imaginario decimonónico español que es la asertividad de quien sabe de lo que está hablando. En la vida pre Covid-19, el hecho de que Irene Montero trabajara de cajera en un comercio desató barahúndas de clasismo que, en la era Covid-19 han pasado a ser violencias incendiarias que cargan contra aquello que estaba fuerte antes de esta ruptura de nuestra cotidianidad: el feminismo y su defensa radical de los derechos de todas. Nada nuevo bajo el sol, insisto, en ninguno de los dos casos. Quizás un cierto cansancio que se agrava ante la lucha de estos días y que ni siquiera calma el recurso que algunas tenemos de ir situando en la Historia cada uno de estos maravillosos ejemplos. Hacer memoria y genealogía acompaña, pero a veces también es agotador.
Si algún día vuelvo a la universidad, no me faltarán estudios de casos con los que ilustrar la defensa de un uso inclusivo del lenguaje. Si algún día, en estos largos días del estado de alarma, me vence demasiado el cansancio que provoca este machismo, me queda repetir a gritos, en la intimidad feliz de mi casa, que la Yoli es ministra de Trabajo. Y escribir esta frase, lo que significa, es un uso del lenguaje que ningún misógino rampante nos puede quitar.