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304. El barrio más allá de la anécdota

Lamine Yamal hace un gesto con los últimos dígitos del código de su barrio tras marcar un gol.

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No hace falta insistir. Mucha gente en toda España sabe ya que el 304 es la versión corta del código postal, 08034, que corresponde a Rocafonda, un barrio de Mataró en el que residen Lamine Yamal y su familia. El futbolista del Barça y de la selección, exhibiendo esos números, ha querido demostrar que, por muchos goles y triunfos que acumule, no olvida de dónde viene y cuáles son sus vínculos. Y lo ha hecho poniendo por delante el barrio a la ciudad. Un barrio que concentra población migrante y que en una proporción significativa tiene familias con bajo nivel de ingresos y con altos niveles de vulnerabilidad. 

Pero, más allá de la anécdota, la pregunta relevante es: ¿tiene sentido seguir hablando de barrio? La duda tiene sentido en momentos de globalización, de altas posibilidades de prescindir del entorno tanto en lo referente a las necesidades diarias, las relaciones o el acceso a la información, con cada vez con mayores posibilidades de conexión on line y de distribución directa al domicilio. O, relacionando la cuestión con el caso que la origina: si Lamine Yamal viviera en un barrio de altos niveles de renta, ¿se hubiera dedicado a recordar ese origen?

Hace años el barrio formaba parte de los espacios centrales de relación y de socialización, junto con la familia, la escuela y el lugar de trabajo. Todos y cada uno de esos lugares está pasando por su propia crisis, por su propia transición. Y en el caso que nos ocupa resulta complicado asimismo saber a que nos referimos cuando hablamos de barrio, ya que en algunos casos existen fundamentos históricos, y en otros muchos casos hay simples alusiones a la geografía del lugar o de algún enclave que se usa como referente. Pero, precisamente por todo ello, el barrio ocupa ese espacio intermedio entre hogar y ciudad. Un espacio que puede resultar decisivo en el equilibrio entre vínculos fuertes (propio de la familia) y el anonimato estructural o la “vecindad entre extraños (en expresión de Emmanuel Levinas) que caracteriza a la ciudad. Un buen barrio puede ser aquel que condense esa mezcla deseable de comunidad y sociedad que toda ciudad debería contener, tanto para evitar la intolerancia de las identidades y conductas excluyentes de los lazos fuertes, como la extrañeidad o frialdad de una convivencia sin lazos. 

Pero las ventajas de los barrios, su capacidad de generar vínculos solidarios y perspectivas comunes, tienen mucho que ver con las condiciones de vida y con las posibilidades de emerger y de salir de situaciones de vulnerabilidad y carencias de todo tipo. Los barrios que acogen personas y familias con niveles altos de renta y bienestar pueden perfectamente prescindir de los lazos que la proximidad genera. Pero ello no es así cuando las condiciones de trabajo y de vida son frágiles. Y es entonces cuando la existencia de vínculos virtusos de colaboración y ayuda, sirven para tratar de salir juntos de lo que agobia, o, al revés, la dinámica de conflicto acaba superando la lógica de colaboración y cada vez resulta más difícil la convivencia. Y así algunos barrios van siendo etiquetados por los de fuera como “barrios a los que no ir”, mientras los que allí conviven acaban sintiendo que son “barrios de los que no se puede salir”.

Hay muchos lugares de Europa que nos llevan años de ventaja en el tema. Las banlieu de París y de otras grandes urbes han ido generando su propia dinámica cultural y social. Y, de cuando en cuando, surgen explosiones aquí y allá que recuerdan su existencia, su especificidad. Pero, poco a poco, las pasarelas entre uno y otro mundo se hacen más estrechas, menos transitables. La mezcla es infrecuente. Y la identidad se busca en ese sentirse aparte. 

Decía Xavier Rubert, “la ciudad de donde surgió la idea de urbanidad se caracteriza por un equilibrio no muy fácil de mantener entre diversos elementos: entre concepción y anonimato, entre especialidad e identidad, entre espacio y tiempo, entre forma y memoria, entre reconocimiento y distancia”. La “ciudad”, en este sentido, debería ser suficientemente grande y suficientemente limitada para evitar  que la gente te conozca, pero lo suficientemente pequeña y reconocible para que permita que te reconozcan. Para ello es necesario volver a pensar en grande para lo pequeño. Será muy dificil que desde las limitaciones de los gobiernos locales se pueda abordar de manera significativa las complejidades barriales en aquellos lugares donde los problemas están más enquistados. Deberíamos buscar lógicas de intervención que combinaran la disposición de recursos para la mejo0ra de  barrios que fueran más allá de lo estrictamente urbanístico y que entraran en lógicas de salud pública, de temas socioeducativos  e incluso de salvaguardia de las redes comerciales y de proximidad.

En Cataluña y también en Barcelona se ha experimentado con ello con diversos planes y actuaciones y los resultados han sido significativos. Deberíamos volver al grano pequeño de lo local y reforzar sus capacidades y recursos, evitando que las ciudades y sobre todo, algunos enclaves de las mismas acaben siendo lugares invivibles. Los equipamientos públicos pueden ser, como nos dice Eric Klinenberg en 'Los palacios del pueblo', elementos de anclaje colectivo, de trabajo comunitario, de recomposición de vínculos. En este sentido Richard Sennet nos recuerda: “Las ciudades pueden estar mal gestionadas, repletas de delitos, sucias o decadentes. A pesar de ello, mucha gente piensa que incluso en la peor de las ciudades imaginables, vale la pena vivir. ¿Por qué? Porque las ciudades tienen la capacidad de hacernos sentir mucho más complejos como seres humanos”. Y para ello la buena salud de los barrios, también la buena salud de Rocafonda-304, es decisiva.

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