La violencia contra los animales, se ejerza contra el animal que sea, refleja la peor de las condiciones humanas: la de la crueldad. Quienes los amamos debemos soportar demasiado a menudo ese aborrecible comportamiento. Pero hay casos que resultan insoportables. Como los que se cometen contra los orangutanes en las plantaciones de aceite de palma de Malasia e Indonesia.
Persona del bosque. Eso es lo que significa en lengua malaya orang-hutan. Los habitantes de las selvas de Sumatra y Borneo, el único lugar de todo el planeta donde viven estos primates, les llamaron así porque creían que eran de los nuestros. Y no iban desencaminados. La secuenciación de su ADN ha demostrado que compartimos el 97% de los genes. Más que primos somos hermanos.
Es tal el parentesco que nos une que hasta la Justicia ha empezado a reconocerles algunos derechos humanos. En 2014 un tribunal argentino definió a Sandra, una hembra de orangután que permanecía en cautiverio en el zoo de Buenos Aires, como “persona no humana”, concediéndole el habeas corpus y decretando su libertad.
Sin embargo, en su lugar de origen, en su propia tierra, en las selvas y los bosques tropicales de Sumatra y Borneo, los últimos orangutanes del planeta están siendo atrozmente masacrados por los cultivadores de palma. Las últimas crónicas que nos llegan desde aquellas lejanas islas son insoportables.
130 disparos de rifle y 19 machetazos. Esa fue la brutal agresión que sufrió la semana pasada el último orangután abatido en el Parque Nacional de Kutai. En esta ocasión la víctima fue un joven macho que al ver llegado el momento de independizarse decidió adentrarse en una de las plantaciones que están esquilmando las selvas, reduciendo sus hábitats y arrinconando a la fauna salvaje.
Hace dos semanas apareció otro adulto decapitado y carbonizado flotando en el rio. El mes pasado la víctima fue una hembra con su cría, a la que se llevaron con vida para traficar con ella en el mercado negro. La masacre de orangutanes es constante.
Pese a tratarse de una especie en grave peligro de extinción y protegida por las leyes internacionales, los guardas de las plantaciones de palma aceitera tienen órdenes de disparar a matar cuando avisten a un orangután, recibiendo cuantiosas recompensas por cada ejemplar abatido.
Los terratenientes acusan a los primates de invadir los cultivos para alimentarse de sus frutos, lo que les provoca graves pérdidas. Pero lo cierto es que no son los orangutanes quienes invaden las plantaciones, sino al revés. Cada año miles de hectáreas de selva son destruidas para atender la demanda mundial de aceite de palma por parte de la industria alimentaria, las marcas de cosmética o los fabricantes de biocombustibles. Su displicencia también los hace responsables.
Para acabar, una nota final. Quienes leen estos apuntes de naturaleza suelen señalarme una cierta tendencia al perezrevertismo cuando hablo del maltrato animal. Y posiblemente sea cierto. Pero no puedo evitarlo.
Es demasiado el bochorno que siento como ser humano, demasiada la rabia y la desesperación cuando leo los informes de organizaciones como WWF, Greenpeace o Ecologistas en Acción sobre los daños de las plantaciones de palma a los bosques tropicales del planeta. El último refugio para las “personas del bosque”, nuestros parientes más cercanos.