El acoso antiabortista no es una anécdota
Es el tema más controvertido de todos los que aparecen en la agenda feminista. Los derechos sexuales y los derechos reproductivos –derechos que deben diferenciarse y tratarse de forma separada- representan para los grupos religiosos más reaccionarios una línea roja infranqueable capaz de desatar sus instintos más básicos y violentos. De esta forma, el poder de decisión de una mujer sobre su cuerpo, sobre su sexualidad y sobre si quiere o no tener hijos/as, si casarse, con quién y cuándo, sigue siendo una de las principales fuentes de conflicto y violencia a las que se enfrentan las mujeres por parte de las religiones (pertenezcan o no a esa confesión) y por parte de los Estados que prefieren estar a bien con unas supuestas leyes divinas antes que respetar los derechos humanos de sus ciudadanas.
En España, sin ir más lejos, las pintadas, los cristales rotos, los insultos, los rezos en grupo y la intimidación son solo una parte del acoso ultracatólico que sufren las mujeres que deciden interrumpir su embarazo legalmente cuando acuden a las clínicas acreditadas para ello. La última de estas acciones ha tenido lugar esta misma semana como parte de la campaña antiabortista “40 días por la vida”. Con esta forma de actuar, la moral católica quiere, acorde al adoctrinamiento de la Iglesia y el silencio complaciente de los partidos, imponerse sobre las mujeres e interferir ilegítimamente en su decisión legal de si quieren o no ser madres como si solo existiese esa posibilidad (la de ser madre) o la de ser “una asesina”. Negando de esta forma que sexualidad y maternidad no solo no van de la mano, sino que si van de la mano de alguien es de la de la propia mujer.
El hecho de que a este tipo de actuaciones en nuestro país se las trate como acciones residuales traslada una idea equivocada y desinformada a la sociedad sobre la gravedad y significado de estos hechos. No solo es que obstaculizan el acceso a derechos y violenta a las mujeres (en otros países como Francia se tipifican como delito) sino que representan la punta del iceberg de una ideología ultraconservadora negacionista que está dispuesta a usar métodos de presión antidemocráticos que pueden implicar graves riesgos para la salud y la integridad de las mujeres, así como de las personas que trabajan en estas clínicas cuando también ellos son objeto de la hostilidad.
Un negacionismo, obstruccionismo y violencia que desde los movimientos feministas, LGTB o de derechos humanos se detectan con claridad y mucha preocupación en otros temas como el de la 'violencia de género' cuando, por ejemplo, Vox se planta con una pancarta que dice que 'todas las violencias' son iguales en el minuto de silencio de una mujer asesinada por su expareja delante de sus dos hijas o cuando Hazte Oír emprende una campaña pública contra los derechos de las niñas y niñas a tener información objetiva que favorezca su libre desarrollo al tachar de “dictadura del género” la impartición de contenidos sobre diversidad sexual y educación afectiva en las escuelas.
El acoso antiabortista no es una anécdota, es parte de una estrategia que puede parecer algo loca y desesperada. Esta está perfectamente enmarcada en la batalla que desde los sectores ultraconservadores y religiosos se emprendió hace ahora 25 años cuando, en la Conferencia de El Cairo, se reconoció por primera vez la necesidad de que los Estados protegieron la libertad de las mujeres sobre su cuerpo por encima de las creencias religiosas y prácticas culturales que son perjudiciales para su integridad física, sexual y psicológica. Una estrategia que, en el caso de la religión católica, tomó forma bajo el papado de Juan Pablo II cuando desde el seno de El Vaticano se alertó a los Obispos de cómo la idea de 'género' que se estaba introduciendo en las políticas y leyes de los Estados –a través de diferentes conferencias, instrumentos y convenios internacionales– podía llegar a destruir los valores tradicionales y familiares de la sociedad. Nacía de esa forma la cruzada contra lo que llaman “ideología de género” y cuyo testigo ha cogido el Papa Francisco sin mucho problema, aunque en una versión más amable de lo que les gustaría a los católicos 'radicales' que están encontrando en el auge de la ultraderecha el mejor aliado, no en vano son parte de sus feligreses más influyentes y bien posicionados.
Si fuéramos conscientes de que el campo de batalla son los derechos sexuales y los derechos reproductivos, posiblemente hoy, día en el que se conmemoran, saldríamos a las calles de la mano todos los movimientos sociales que nos vemos amenazados por esta ola reaccionaria. Y en número y legitimidad les recordaríamos que son una minoría en extinción que, tarde o temprano, tendrán que rendirse a la evidencia de que no es lo nuestro lo que dice cómo vivir, qué hacer y qué es lo bueno y lo malo, que no somos nosotras las que adoctrinamos. O como dice Judith Butler: “la enseñanza de género no es adoctrinamiento: no le dice a una persona cómo vivir, sino que abre la posibilidad de que las personas encuentren su propio camino en un mundo que a menudo los enfrenta con normas sociales estrechas y crueles. Defender la diversidad de género no es, por lo tanto, destructivo”. Lo destructivo es el acoso, el negacionismo, mentir e imponer una moral que éticamente es inhumana y cruel con quienes lo suelen pasar peor y humanamente solo busca apuntalar posiciones de poder muy terrenal.