El acoso a la democracia

Durante días y semanas, Irene Montero y Pablo Iglesias han sufrido ante su domicilio en Galapagar un acoso multitudinario y sistemático. Sin miramiento alguno hacia sus personas ni hacia su familia (de la que tres bebés forman parte especialmente delicada), cada tarde durante demasiado tiempo unos presuntos patriotas, con la bandera rojigualda a modo de capa, de pareo, de pulsera, de cinturón, de gorra, se han plantado delante de su puerta a dar gritos, proferir insultos y montar bronca con cacerolas, silbatos y megáfonos, en una obstinada escenificación del odio. Como una vuelta de tuerca más de la ruindad, quienes han amenazado y hostigado al vicepresidente y a la ministra son los mismos que han reprochado después al Gobierno que destinara recursos públicos a la seguridad de la pareja, obligada a vivir con protección policial, acusada de convertir su casa en búnker.

Durante días y semanas, ese recalcitrante acoso, ese derroche de odio, ha sido conocido por todo el mundo. Los propios acosadores se encargaban de difundirlo en redes, de vanagloriarse de su miserable comportamiento, de exhibir esa bandera por ellos convertida en un guiñapo sucio y pisoteado. Todo el mundo ha visto cómo cada tarde aparecían con sus coches, puntuales y despiadados, abrían el capó, ponían a tope los altavoces para poder intimidar mejor y comenzaban esa innoble aglomeración, que, ignorantes, novatos en la protesta, cínicamente dicen haber aprendido del propio Iglesias, de la propia Montero. Como no saben lo que es un verdadero escrache político, lo confunden con lo suyo, que es un vulgar y ruin acoso. Como no son demócratas, confunden con libertad su agresividad.

El escrache es una acción activista pacífica de señalamiento ante la opinión pública de personas que han cometido un delito de corrupción o abuso político, a veces también de empresarios cuyas actividades dañinas se vinculan al poder. No siempre se lleva a cabo frente a domicilios particulares, también ante sedes empresariales o instituciones políticas. Es una forma de participación y presión política que puede gustar más o menos (personalmente, me produce rechazo el temor que puede ocasionar en los niños cuando se realiza ante un domicilio familiar), pero cuya razón de ser es “una reclamación política”, como la propia Montero ha recordado.

Tras echarle mucha paciencia, la ministra de Igualdad, Irene Montero, ha terminado por denunciar a la concejal de Vox de Galapagar, Cristina Gómez, que lleva un mes participando en el acoso a su domicilio, por el que hasta Vox la ha expedientado. Porque lo de Galapagar no es un escrache. Es la expresión del odio que rebosa la gente de extrema derecha a la que hemos permitido el paso, los fascistas que vienen a acabar con la ya de por sí precaria democracia haciendo uso de las herramientas de las que, al menos sobre el papel, dota la propia democracia.

No es un escrache porque Irene Montero y Pablo Iglesias no han cometido delito alguno (a diferencia de la cúpula del partido de la concejala Gómez: Espinosa de los Monteros ha sido condenado en firme por sus chorizadas societarias y la Fiscalía investiga a Rocío Monasterio por sus firmas falsas como arquitecta y sus engaños a clientes). Ni están involucrados, Montero e Iglesias, en ningún caso de corrupción política (a diferencia de una lista interminable de políticos del PP, partido desde el que Cospedal, siendo su secretaria general, denominó “nazismo puro” a los escraches de la PAH contra los desahucios, pero que no ha dicho nada ahora del acoso que sufren estos dos miembros del actual Gobierno por parte de personas afines a un partido realmente vinculado con el neonazismo).

Las quedadas intimidatorias ante el domicilio familiar del vicepresidente segundo y la ministra de Igualdad se han producido, precisa, única y exclusivamente porque ejercen esos cargos. En el reino de España, donde los mecanismos democráticos no son suficientes para exigir responsabilidades penales a los monarcas, la derecha ultra, que tiene siempre presto un ¡viva el rey!, se siente asimismo tan impune como para exigir, incluso a través de métodos como el de atemorizar a unos niños, que personas de izquierdas no estén en el Gobierno. Poco más se puede esperar del matonismo fascistoide. Lo que sorprende es que el acoso que ahora ha denunciado Montero no haya supuesto un escándalo político, que apenas haya suscitado oposición o condena. Todo el mundo ha podido ver lo que estaba pasando desde hace semanas, pero casi nadie ha hecho o dicho nada. Ni la clase política, ni los medios de comunicación, ni la sociedad en general. Nada. Solo silencio ante ese escándalo, aceptación indiferente de la coacción guerracivilista de los nostálgicos del franquismo.

Sorprende porque ha sido un día y otro y otro durante al menos cinco semanas. ¿Nadie se ha preguntado qué estaba pasando, no ya política sino humanamente, detrás de ese muro, dentro de esa casa? ¿Nadie se ha preguntado por el significado político de esas representaciones? Es grave no preguntárselo, pues se abre la puerta a la impunidad frente al delito y da vía libre a los enemigos de la democracia. Los primeros que debieran hacerse esas preguntas son los políticos de la oposición. Porque esa no es, desde luego, la “oposición responsable” de la que absurdamente presume Casado, mientras Álvarez de Toledo azuza a los acosadores, al acusar vilmente a los políticos de Unidas Podemos de tener sobre su conciencia “los muertos del Gobierno”.