La apropiación cultural no la creó Rosalía: siempre estuvo ahí
Fui a una fiesta de cumpleaños en Gallegos, una pequeña localidad segoviana, y sonó ‘Malamente’ de Rosalía, el éxito musical que mezcla flamenco y trap. La canté junto a una amiga, hicimos el gesto con las palmas del ‘tra tra’ y la bailamos. El single terminó, pero en el cuerpo se me quedó la sensación de que había cometido el pecado de la apropiación cultural, de ahí que haya venido a confesarme a esta tribuna.
Al nombre de Rosalía le suelen acompañar las palabras ‘apropiación cultural’ como si fueran sus apellidos, especialmente tras la publicación de ‘Malamente’. Un concepto que parece surgido del activismo en Twitter, pero que está presente desde que la cultura es cultura. Cada vez que se menciona son muchos los que apresuran a responder que ‘la cultura es de todos’, como si fueran de significados excluyentes: igual es porque no sabemos bien qué es.
Empezando por el final del término, la cultura es una manera más de identificar a un colectivo. Mirándola desde las identidades raciales y étnicas, vemos como en España el flamenco se asocia indudablemente a las poblaciones gitana y andaluza, pero fuera del país el flamenco se vincula a lo español. Para la comunidad gitana este elemento cultural es además una forma de resistencia política ante siglos de discriminación, un motivo de orgullo y lucha.
El reverso está en los casos en los que se identifica a un colectivo por un aspecto cultural cayendo en el racismo. Sucede con los negros, cuando da igual que hayas nacido en Huesca o en el Bronx: si eres negro el rap es tu música. Seas de Teruel o de Ciudad del Cabo, si eres negro seguro que bailas bien pero en estilos de movimientos amplios, bruscos y enérgicos: nadie piensa en ballet clásico cuando nos dicen que bailamos bien.
El leitmotiv que oímos siempre es que la cultura es de todos, pero hay comunidades a las que se nos encierra en solo una parte. No recuerdo cuántas veces me han dicho personas blancas que les gustaría ser negras. Claro, en esa idea de ser negro entra el rollazo de rapero molón, los bailes potentes y un pelo rizado suave y brillante. Nadie expresa ese deseo porque le atraiga morir ahogado en el Mediterráneo, para ser insultado debido al color de piel o para que te cueste mucho más encontrar piso.
La cultura es de todos, pero crearla, reproducirla y mantenerla no tiene las mismas implicaciones ni consecuencias para todos, porque a día de hoy nuestra sociedad sigue atornillada sobre estructuras racistas, machistas, homófobas… y una de las tuercas que más aprietan es la cultura. Con el capitalismo como alicate y brazo ejecutor. Es en esta lógica es donde podemos hablar de la primera parte del término: la apropiación.
¿Y qué significa eso? La Historia nos deja ejemplos claros, sobre todo en el colonialismo y el imperialismo, en los que la cultura es un elemento más de poder. Mediante la violencia y la dominación Napoleón y los ingleses arrasaron con el patrimonio cultural de Egipto que hoy se exhibe en el Museo Británico de Londres, siendo este uno de los mayores atractivos turísticos de Reino Unido y que proporciona millonarios ingresos anuales para las arcas del país. Egipto ha reclamado las piezas, pero la respuesta casi siempre ha sido negativa salvo con el material de valor menor. Esto último no es casualidad.
Para ver cómo la cultura apuntala otros poderes vemos como desde el patriarcado hay ejemplos muy nítidos. La RAE y su negativa a adoptar reivindicaciones feministas en la lengua, las letras machistas de las canciones o los carteles de festivales en los que para ver a una mujer tienes que afinar la vista como si de una prueba óptica se tratara. En 2017 la representación femenina en los escenarios solo fue de un 12%, y no es porque las mujeres no hagan música o la hagan peor. La invisibilización de las autoras a lo largo de la Historia demuestra que el recorrido del patriarcado en la cultura viene desde el principio de los tiempos y las consecuencias las pagamos hoy.
Cuando un elemento cultural, que además identifica a una comunidad, se extrae y borra su origen para después sacar provecho económico es el momento en el que la apropiación cultural aparece. Lo ilustra muy bien un ejemplo que tiene como protagonista a Shakira. Recuerdo que antes de que el balón rodara en el Mundial de Fútbol de Sudáfrica de 2010, mi primo me dijo firmemente convencido que él ya cantaba en Gambia la canción oficial de la competición, el famoso ‘Waka waka’. Me explotó la cabeza al escuchar semejante afirmación, inverosímil para mí, así que almacené aquello en una carpeta al fondo de mi cerebro.
Años después aquello resucitó cuando un amigo me mencionó que el mismo tema se trataba en el libro ‘Indies, hipsters y gafapastas: crónica de una dominación cultural’ y, buscando en Internet, vi que mi primo estaba en lo cierto: fue una canción popular africana que llegó hasta Shakira, quien la convirtió en un hit global, líder en ventas y reproducciones. En una rueda de prensa durante la competición, preguntada sobre de dónde le vino la inspiración, Shakira contestó que iba paseando a casa cuando se le vino la letra, la melodía y todo. Ni una mención a la procedencia, a su verdadera “inspiración”. Nada. Hoy casi nadie sabe de la canción popular, pero sí del ‘Waka waka’, pese a que entre unas y otras distan solo unos versos. Eso y los millones de euros para promoción que un mundial de fútbol garantiza y los otros tantos que ganó la cantante colombiana.
Los casos de empresas son más sangrantes si cabe. En 2015 la compañía Nestlé sacó una colección de tazas llamada Abuelita con unos diseños que unos artesanos mexicanos reconocieron como suyos. Ellos sí pudieron demandar a la multinacional al entender que la marca no se había inspirado en su trabajo, sino que lo había robado para sacar beneficio económico. Las perspectivas no son las mejores cuando son dos artesanos contra una de las empresas más poderosas del mundo.
¿Y qué pinta Rosalía en todo este debate sobre apropiación cultural? La artista catalana no deja de ser una hija de su tiempo: del flamenco y el trap, de la virtud millennial de mezclar y fusionar para crear algo nuevo, de las redes sociales con sus virtudes y defectos. Pero también lo es de la historia de la música, del patriarcado y la lucha feminista que utiliza en sus videoclips, así como de la historia del colonialismo y la exclusión étnica a los gitanos en España. Rosalía es un eslabón individual dentro de una cadena de estructural en el que hay cierto margen para decidir qué papel se juega.
Lo peor del debate sobre apropiación cultural es ver el poco interés por saber qué se está diciendo. Por encajarlo como si fuera una discusión tuitera cuando es una cuestión histórica y estructural, sin preguntarse por qué una parte de la población habla de ello. El creer que siempre se está en la posesión de la verdad absoluta en temas sociales denota superioridad.
El problema está en cómo unos elementos identitarios, en este caso a través de la cultura, son defenestrados en unas comunidades y halagados en otras. Si hoy Rosalía dejara de cantar flamenco la apropiación cultural seguiría allí, porque no la inventó ella, como tampoco inventó el acento andaluz que imita en sus temas. Sí seguirán existiendo gitanos y andaluces haciendo flamenco porque es inherente a su contexto cultural y no solo porque lo estudien. Seguirían existiendo todos los que han sido ridiculizados en la Historia por su música y por la estética que les acompaña. De ahí que cuando esto que tanto les identifica es motivo de burla y exclusión hacia ellos y de aplauso en los payos se critique el doble rasero.
El problema no es tanto que una persona blanca se ponga trenzas en el pelo porque es un peinado veraniego o se lo deje al “estilo afro”, está en que en la cabeza de las mujeres negras se considera en Occidente como un peinado salvaje, poco profesional o poco estético. Pasó en 2016 con las alumnas negras de una escuela sudafricana que se rebelaron porque el centro les obligaba a alisar su pelo y no llevar “afros desordenados”.
El problema no está en inspirarse en otros artistas o movimientos para crear, sino en las marcas como Nestlé que directamente roban diseños, borran la identidad de unos creadores sin apenas capacidad de reclamar para luego sacar provecho económico de ello, aplastando así una vía de desarrollo económico en países históricamente explotados. El capitalismo es jodido para la mayoría, pero más para quienes el racismo, es machismo, el clasismo… ayuda a pisar con más fuerza.
La libertad para crear y difundir cultura debe de ser libre, y es una idea que tenemos que defender. Nadie está pidiendo que se dejen de usar unos u otros elementos para crear y difundir conocimiento, sí que se haga con respecto. Porque en esa defensa de la cultura no podemos permitir que, como la Historia nos ha enseñado, se utilice para excluir, infravalorar o ridiculizar a comunidades históricamente señaladas. Las acusaciones de apropiación cultural a Rosalía muestran que aunque digamos (y queramos) que la cultura sea de todos, la realidad es que todavía es poder, sustentado sobre el racismo, el machismo, la homofobia, la clase y otros tantos ejes que tenemos pendientes de destruir. Es la única salida para que esos elementos que nos definen sean algo de lo que disfrutar y admirar por todos, y no una manera más de dominar a tantos.