Apropiación
En la gran ola de la corrección política que, procedente de Estados Unidos y basada en su puritanismo, va arrollando nuestro pensamiento, haciendo que cada vez nos atrevamos menos a expresar en público ciertas opiniones o hacer ciertos chistes y llega hasta el punto en que mucha gente ni siquiera se atreve ya a pensar ciertas cosas, ha empezado a hablarse cada vez con mayor frecuencia de algo que recibe el nombre de “apropiación cultural”. Para los estadounidenses de clase intelectual o académica, algo absolutamente condenable, según ellos, y que significa que los primermundistas usamos elementos de otras culturas con total desparpajo sin pedirle permiso a quienes los inventaron.
Los europeos lo tomamos con más humor y a la mayor parte de nosotros nos resulta ridículo que ahora se considere apropiación cultural y esté mal visto llevar grandes aretes en las orejas siendo de raza blanca, o hacerse rastas sin ser rastafari, o al menos, de Jamaica. La cosa parte de la base de que solo está permitido usar ciertos peinados, colores, adornos o símbolos si uno o una pertenece a la raza, casta, religión, nacionalidad o grupo que los inventó. Supongo que, en ese caso, nadie que no sea escocés puede ponerse un kilt (a lo mejor ni siquiera llevar un tejido de cuadros tipo tartan) y nadie que no sea tirolés puede llevar dirndl o un abrigo de loden. No sé si las boinas son patrimonio exclusivo de los franceses y las txapelas de los vascos y también me pregunto si será factible aún usar panama en verano y fedora en invierno, por no hablar de las pamelas, que quizá sean patrimonio de la humanidad, pero igual acaban siendo reivindicadas por un grupo concreto y quedan prohibidas para los demás.
Me resulta curioso que este tipo de cosas se tomen tan en serio en ciertos ambientes y, sin embargo, a nadie le moleste algo que a mí me parece mucho más serio. Me refiero a la apropiación lingüística y la apropiación de símbolos para fines manipulativos, siempre cuestionables. Es algo que ha existido de toda la vida pero que nuestra sociedad ha conseguido llevar al límite, empezando por la publicidad y el marketing, y llegando a la política.
Me refiero a cosas como la siguiente: ¿por qué el movimiento antiabortista no se llama movimiento antiabortista sino Provida? Sus miembros se oponen al aborto, están contra el derecho a abortar. Eso es lo que los define. Y sin embargo se arrogan el derecho a usar la palabra 'vida', que es de todos y la reclaman solo para sí mismos en un intento de hacernos creer que ellos no están “contra” nada, sino “a favor” de algo, en este caso la vida de un amasijo de células o de un embrión. ¿Dónde entra ahí la vida de la mujer en cuyo útero se está desarrollando ese embrión? ¿Por qué no están a favor de esa vida, que es una vida efectiva, completa, de ser humano adulto? ¿Es que la vida de la mujer no tiene valor, comparada con la del embrión, o es que tiene menos?
Si Provida se refiriese, por ejemplo, a una situación de guerra, comprenderíamos que se trata de defender la vida frente a la muerte. Sin embargo, en este caso, dejan de lado la vida del ser adulto en favor de la otra, y se enorgullecen de estar defendiendo la VIDA a secas, en general, en estado puro. Eso es una evidente apropiación lingüística: eliges, manipulas, tomas lo que quieres y el resto lo dejas. Una vez hecho esto, el resto de la población siente que ya no puede usar esa palabra porque está demasiado contaminada de una cierta ideología, y ellos se la quedan, distorsionada a su gusto, para su uso exclusivo.
Es lo que hicieron, hace ya mucho tiempo, los estadounidenses con el término “América”. No hay más que mirar un mapa para darse cuenta de que América cubre casi todo el globo, de norte a sur, desde el círculo Polar Ártico hasta la Tierra del Fuego, en Argentina. Sin embargo, un argentino no puede decir que es “americano”, ni un chileno, ni un boliviano, porque los únicos “americanos” son los nativos de Estados Unidos. Y ni siquiera se trata de apropiarse de América del Norte, porque, en ese caso, también los mexicanos y los canadienses podrían llamarse “americanos” o “norteamericanos” con toda la razón del mundo. Pero no. Estados Unidos se ha apropiado de algo que pertenece a muchas otras nacionalidades y ahora los únicos americanos son ellos, al menos en su propia lengua.
En nuestro país pasa mucho con palabras como “España” y “honor”, que se refieren a conceptos que, obviamente, nos pertenecen a todos, pero que con el uso (y abuso) que de ellos se hicieron en tiempos del dictador y el que se sigue haciendo por parte de ciertos partidos con tendencia a lo rancio y lo casposo, han acabado por resultar casi impresentables a los ciudadanos que no se identifican con estos partidos. Lo que viene a querer decir que nos han hecho imposible el uso de palabras básicas, y se las han apropiado, aunque, obviamente, nadie puede tener el monopolio de usar el nombre de su país, que nos pertenece a todos. Sin embargo, sucede lo mismo con la bandera nacional: todo el mundo sabe cuál es la orientación política de una persona que lleva la banderita en la muñeca o en el reloj o que la pone, aunque ya esté mustia y desflecada, a la puerta de su chalé, de modo que, si uno no comulga con esa ideología de partido, por muy amante de España que uno sea, le resulta difícil animarse a llevar la bandera de su patria de manera visible, por miedo a que el que nos vea sin conocernos se confunda con nosotros.
Y ¿qué decir del término “libertad”, que se ha envilecido y retorcido a gusto de cada consumidor hasta convertirse en algo que no significa casi nada, o, mucho peor, que significa cosas que nada tienen que ver con la realidad? Uno de los ejemplos que siempre utilizo porque me marcó al descubrirlo hace ya muchos años está sacado del diccionario de lengua alemana que se usaba en la República Democrática Alemana. En “libre”, la definición era “carente de” y venía acompañada de un ejemplo de uso con la frase “el perro está libre de pulgas”. No había otro uso ni otra posibilidad. A eso se reducía ser o estar libre. Algo que era bastante más trágico, pero no menos inmoral, que el uso que hace apenas un año cierta persona en Madrid, en plena pandemia, hizo del término “libertad” refiriéndose a la posibilidad de salir de copas y a tomar unas cañitas, olvidando voluntariamente a todas las personas que en este país y en muchos otros dieron su vida luchando por la Libertad, la auténtica.
La lengua es un bien común y nos pertenece a todos. Si nos sirve para comunicarnos es porque existe un consenso sobre lo que significan las palabras. No funcionaría que cada uno llamara a una flor por el nombre que mejor le pareciera. Si a la misma realidad uno la llama rosa y otro margarita, vamos a tener serios problemas cuando encarguemos un ramo de flores.
Precisamente en una sociedad en la que las palabras se retuercen a gusto del consumidor, que a las mentiras se las llama posverdades, a los bulos “fake news” y a cualquier inculto “experto”, resulta muy llamativo que, sin embargo, lo que se tematice es si un grupo de músicos escandinavos lleva rastas o una estudiante blanca se pone grandes aros de oro en las orejas.
La manipulación lingüística nos afecta a todos, nos daña a todos. Nuestra lengua es nuestro pensamiento, y, si nos retuercen la lengua hasta que pierde su significado y nos convencen de que ahora las palabras significan otra cosa, nos encontraremos en pleno newspeak y doblepensar -el horror de 1984, la gran novela de George Orwell-, donde el ministerio de la guerra y la tortura recibe el nombre de Ministerio del Amor.
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