A finales del siglo XVIII, al hilo de la Revolución Francesa, se hicieron notar quienes, sabiendo que el Ancien Régime había llegado al punto de ser insostenible y que se había agotado el tiempo para los cambios en su propio marco, se resistían, no obstante, a sumarse de lleno al proceso revolucionario. Robespierre lanzó sus dardos dialécticos contra ellos, echándoles en cara que querían “revolución sin revolución”. Salvando las distancias de todo tipo que nos separan de aquellos acontecimientos, nos encontramos actualmente en España con una situación algo parecida. Estamos ante una grave crisis institucional del Estado y el agotamiento del desarrollo autonómico del mismo, todo lo cual reclama reformas tan en profundidad que de suyo hay que hablar de la necesidad de un proceso constituyente. Sin embargo, de manera análoga a la crítica que hacía Robespierre a los espíritus timoratos que, viendo la necesidad de cambios revolucionarios, no los apoyaban en serio, ahora cabe hacer una crítica consistente a quienes entre nosotros quieren, en lo que se refiere a la Constitución, reforma sin reforma.
Vaya por delante que previamente la crítica ha de ser especialmente contundente respecto a los que no quieren reforma alguna, ni siquiera del Senado para que sea verdadera cámara territorial. El Partido Popular, encarnación mayoritaria de la derecha españolista, se niega a ello. Con miopía política gravemente culpable se niega a ver la imperiosa necesidad de acometer cambios en nuestra carta magna, si queremos que siga siendo válida, es decir, suficientemente legitimada para su función como norma fundamental del Estado. Incluso ante unas circunstancias tan tensas como las que se están dando en vísperas de las próximas elecciones para el parlamento de Cataluña, cuando se ve venir que la candidatura Junts pel Sí, conformada por Convergència y ERC y que promueve su independencia, puede tener amplio respaldo –mayoritario, aunque no sea con mayoría absoluta–, al gobierno del PP no se le ocurre otra cosa que la argucia de una proposición de ley, a tramitar por procedimiento de urgencia en el Congreso, sobre sanciones por incumplimiento de sentencias del Tribunal Constitucional, diseñada ad hoc para lo que pueda ocurrir tras dichas elecciones. Tal proposición constituye en sí misma, más allá de su formalismo, todo un proceder contra la Constitución que se dice defender. Es por ello que una autoridad tan reconocida como la de Francisco Rubio Llorente, que fue presidente de dicho tribunal, haya declarado que es día de luto el de la presentación –marcadamente electoralista– de una reforma como la que propone el PP, la cual “aplastará la Constitución”.
Pero si analizamos las propuestas de reforma que por otros latitudes del espectro político nos encontramos, podremos apreciar que no se presentan con la suficiente solidez y la necesaria credibilidad. Si nos detenemos en el discurso de la candidatura de Catalunya Sí que es pot, la presencia de Podemos en ella junto a ICV y Equo lleva a que insista en el derecho a decidir y en el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado, pero sin que se perfile con nitidez una propuesta federalista. En el caso de los socialistas, se habla de federalismo abiertamente, pero sin que se concrete suficientemente de qué federalismo se trata, eludiendo insistir en que debiera ser un federalismo plurinacional, a la vez que renunciando a defender el derecho a decidir en una consulta legal –lo cual es giro notabilísimo respecto a lo que el PSC propugnó en las anteriores elecciones y a lo largo de la legislatura, sin explicaciones claras sobre su porqué, habida cuenta de que no se trataba de una propuesta frívola–.
Estando así las cosas, todo da la impresión de que los diferentes actores políticos velan sus armas democráticas más mirando de reojo las de sus rivales que poniendo verdaderamente a punto las propias. Eso vale incluso para la propuesta de secesión como elemento fundamental de Junts pel sí, con su explícita posición plebiscitaria, pues su misma propuesta estaría más reforzada si no hubiera dejado tantos cabos sueltos por el lado de la legalidad de los pasos que hipotéticamente se prevén para la independencia de Cataluña. No obstante, guste o no guste, la ventaja de esa candidatura es que ofrece un proyecto que concita la adhesión de amplios sectores de la ciudadanía, y no dejará de hacerlo por el hecho de que se diga que moviliza factores más emocionales que racionales o señalando meramente los obstáculos que dicha propuesta tendrá que afrontar si fuera el caso que ganara, como si con esa variante de refinada política del miedo se frenara un impulso político de raíces identitarias. Tal es el error de la tan comentada carta de Felipe González A los catalanes, aparte de odiosas comparaciones del nacionalismo catalán con el nazismo o con el fascismo del siglo pasado.
En el campo socialista se refiere, la Declaración de Granada, que continúa en la órbita de reforma del Estado autonómico en una dirección federalizante, no llega a ofrecer la suficiente coherencia a las respectivas posiciones de PSOE y PSC entre sí. Por eso asoman a cada paso diferencias llamativas, cuando no contradicciones. En definitiva todo estriba en no asumir con todas sus consecuencias lo que reclama la diversidad nacional que se da en el Estado español, para desde ahí diseñar una propuesta coherente de federalismo pluralista –al modo como lo proponía, por ejemplo, Miquel Caminal–. Hay voces muy cualificadas que apuntan en esa dirección incluso desde el seno de la “comisión de expertos” nombrada por la dirección del PSOE para elaborar propuestas programáticas, pero desde ellas no se deja de expresar –como ha hecho el profesor Xavier Arbós– la duda respecto a que una propuesta federalista así pueda abrirse camino. Si eso no lo impiden los argumentos que apoyan el federalismo pluralista, que no tienen nada de débiles, sino las tensiones no resueltas dentro del socialismo español, es que en éste no se ha cobrado plena conciencia del reto que afronta el Estado.
La crisis de legitimidad que se cierne sobre el Estado, que puede verse acentuada tras las ya citadas elecciones catalanas, es de tal calibre que bien debería tenerse en cuenta el dicho castellano de “a grandes males, grandes remedios”. Remedio a la altura de las circunstancias es ese federalismo del que hablamos, respecto al cual sería óptimo que se asumiera sin temores, aunque conscientes de la complejidad que implica, para de verdad querer “reforma con reforma en serio”. El momento actual, como señalaba ya hace tiempo (noviembre de 2014) el constitucionalista Pérez Royo, es constituyente por las mismas cuestiones que la democracia española ha de resolver, lo cual él mismo lo explicitaba más en cuanto a su contenido subrayando que en los momentos constituyentes no basta una mera reforma constitucional, sino que se impone acometer un proceso constituyente. Sin miedo y sin necesariamente pensar que eso supone partir de cero. No; supone una apuesta constituyente como propuesta a la sociedad española, atendiendo, entre otras, a las demandas de Cataluña en cuanto a su reconocimiento como nación, para lograr un renovado pacto constitucional. Si PSOE y PSC apostaran claramente por ello nadie diría que no hay convincente proyecto alternativo.