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El bono cultural de las jóvenes animalistas

Rehala de perros para cazar.

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La proyección de la primera ley estatal de bienestar animal ya comenzó con la paradoja de dejar fuera de su protección a la mayoría de los animales. Es una contradicción en sus términos que los cerdos, las vacas, los pollos en las granjas queden fuera de su ámbito de aplicación, pero se nos dijo que proteger a los animales destinados a la alimentación era impensable a día de hoy. Es una contradicción en sus términos que los ratones, los conejos, los perros de los laboratorios queden fuera de su ámbito de aplicación, pero se nos dijo que proteger a los animales destinados a la experimentación era impensable a día de hoy. Es una contradicción en sus términos que los visones destinados a los abrigos de piel, los elefantes confinados en los zoológicos, los cetáceos cautivos en piscinas queden fuera de su ámbito de aplicación, pero se nos dijo, como si no lleváramos mil años de injusticia, que poco a poco, que no se puede todo a día de hoy.

Lo que ya no es solo una contradicción en sus términos, sino una tomadura de pelo ontológica, política, jurídica, antológica, es que la ley de bienestar animal proteja casi únicamente a los perros, siempre y cuando los perros no sean “de caza”. Pero los perros no son “de” nada. Los perros son perros o no son perros, la caza es un uso que se les da, casi siempre un abuso. Y los “de caza”, los perros usados para cazar, son los que sufren el maltrato más cruel y continuado. Los perros que han quedado fuera de la protección de la ley. Qué vergonzosa contradicción.

Hay personas animalistas que estos días han considerado natural aplaudir una ley de protección animal que solo protege a un porcentaje mínimo de los animales de este país. “Agridulce”, han llamado a su aplauso. Por su parte, la mayoría de la ciudadanía desconoce el contenido de la ley y los retrocesos que supone (que ya es decir, dada la desprotección generalizada, sistémica, en la que viven casi todos los animales), pero quién con buena fe no va a considerar positivo que se haya aprobado una ley contra el maltrato animal, si no sabe que el maltrato queda impune y la expectativa de justicia, peor de lo que estaba. A su vez, la mayoría de los medios de comunicación minimiza la relevancia ética que, ante la situación jurídica de los otros animales, habría de tener la creación y tramitación de una ley así,  y apenas se refieren a ella como una pieza más del crispado y espurio tablero político.

El día de su votación en el Congreso, un comentarista habitual dijo en un programa de radio que los socios de gobierno no pelearían la Ley de Bienestar Animal porque bastante estaban teniendo con lo del ‘sí es sí’. Tiene su lógica, sí, pero es una lógica escalofriante: lo que les pase a los otros animales y lo que pase con su protección no depende, pues, de cuestiones éticas irrenunciables, sino de oportunidades y oportunismos políticos, partidistas, electoralistas y hasta personalistas. Qué duro.

No es que deba extrañar este fracaso, teniendo en cuenta que aún hoy se incluye a los toros en el bono cultural de los jóvenes, como acaban de obligar los jueces del Supremo. Por supuesto, la Ley de Bienestar Animal ya nace con esa tara, con esa mutilación esencial, con esa mutación de ingeniería genética social, según la cual un toro y una vaquilla y un becerro no son animales como los demás, seres sintientes y no cosas, como ya recogió el Código Civil. Lo son, pero no merecen ser protegidos de sus torturadores; lejos de ello, su tortura se defiende y fomenta entre las nuevas generaciones. Ni siquiera es decepcionante porque no estaba ni planteado, se nos dijo que era impensable a día de hoy.

Así que con la Ley de Bienestar Animal pierden los animales y ganan los lobbies de su explotación y su maltrato: el lobby cazador, el lobby ganadero, el lobby taurino, el lobby de los zoos y los acuarios, el lobby de la experimentación. A día de hoy. Porque todos ellos están aplaudiendo también esta oportunidad perdida, el desánimo de nuestra derrota, nuestro horror ante la indiferencia que provoca el sufrimiento de los otros animales. Pero ignoran que quienes los defendemos tenemos el imperativo moral de seguir siendo su voz, y seguiremos siéndola. Ignoran que nos conforma la conciencia de saber que quizá nosotras no lleguemos a ver cumplidos nuestros objetivos de un mundo justo para ellos, pero no los vamos a abandonar. Porque sus jóvenes tienen el bono taurino, pero las nuestras cada vez son más y tienen la fuerza de la razón, el estímulo de la compasión, el ímpetu por la justicia. Ese es su bono cultural. Y están dispuestas a usarlo.

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