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La reparación integral de la iglesia católica

El presidente de la Conferencia Episcopal, Luis Argüello, en una imagen de archivo. EFE/ Chema Moya
7 de julio de 2024 23:19 h

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A los obispos les ha causado malestar que las víctimas de abusos sexuales en el seno de la iglesia católica española se reúnan en la Moncloa con la Presidencia del Gobierno. Donde dice seno, léase sotana, léase al lado de la sotana, léase enfrente de la sotana, léase encima o debajo de la sotana. Donde dice seno, léase violación de menores. Las asociaciones de víctimas de la violencia sexual de los obispos se reunirán el lunes en la Moncloa ante el hecho de que los obispos las hayan dejado fuera de la comisión que decidirá las indemnizaciones a las que el Plan de Reparación Integral para Víctimas de Abusos (PRIVA) obliga a los curas. La desfachatez de la Conferencia Episcopal no tiene límites. Seguro que los obispos se llevaron el sábado la mano libre a la cabeza y, como si fueran radfems con falda larga, llamaron pederastas a quienes se manifestaron por los derechos LGBTBIQ+. Hipócritas: en el borrador del Plan que presentarán el martes, cuya redacción se ha visto forzada por la investigación que ha llevado a cabo el Defensor del Pueblo, no atienden a las recomendaciones de éste ni a las peticiones de los supervivientes y sólo incluyen a las víctimas de los casos prescritos de su violencia y de aquellos donde no haya habido intervención judicial. Es decir, no habrá indemnizaciones para todas las víctimas.

Los de la Conferencia Episcopal quieren repartir las indemnizaciones como están acostumbrados a hacer con el dinero y el patrimonio públicos (y con el privado que se deja): manejarlo como si fuera un botín con el que dar rienda suelta a varios de sus pecados capitales. Las infancias que robaron los suyos no tienen precio ni podrán ser restituidas, pero el colmo de la violencia es que los verdugos pretendan ser quieren decidan a qué víctima va y a cuál no va la indemnización correspondiente a una reparación imposible. Y el colmo de la soberbia -otro pecado- es que se ofendan cuando esas víctimas se resisten a ser más humilladas. El PRIVA, por otra parte, no sería en ningún caso de obligado cumplimiento, lo cual es una tomadura de pelo por parte de la Conferencia Episcopal del calibre de la del nacimiento virginal de Jesús por parte de la doctrina cristina, pero cargada, además, de una perversidad infinita: burlarse de menores violados es propio de demonios.

Sólo entendiendo que la iglesia católica sigue siendo un poder fáctico y antidemocrático en el sistema del Estado estado se entiende también que el Gobierno haya tenido que plantarse ante las fórmulas de gestión de las indemnizaciones que pretende la Conferencia Episcopal: los de la sotana quieren hacerlo con una comisión unilateral y sin ninguna supervisión estatal. O sea, hacer lo que les dé la gana. Una burla a sus víctimas que se suma al daño irreparable que les hicieron, no uno ni dos ni tres, sino tantos miembros de su sagrada institución. Y de manera sistémica. Sólo por el hecho de albergar tantos delincuentes sexuales entre sus filas, de cuyos crímenes es cómplice la propia Iglesia porque los ha ignorado, silenciado, tapado, negado, la propia institución debiera ser señalada, denunciada, juzgada y cancelada. Como mínimo, pasar a ser una organización que se considera peligrosa o, cuando menos, sospechosa de serlo, lo que supone pasar a ser vigilada por los mecanismos de seguridad del Estado. Como es natural, la Conferencia Espiscolar habría de perder la influencia que ejerce en un Estado que es aconfesional según su Carta Magna. Qué duda cabe de que deben acabar los privilegios heredados a lo largo de más de ocho siglos y ratificados hace más de 70 años a través del Concordato, los Acuerdos firmados en 1976 y 1979 entre el Estado español y la Santa Sede, que heredaban a su vez el pacto de 1953 con el que la dictadura de Franco privilegió a la jerarquía católica. Aún hoy la Iglesia mantiene un estatus fiscal, educativo, de financiación y de registro de inmuebles propio del franquismo, ventajas y prerrogativas que toleró la Transición y que ningún Gobierno posterior ha sido capaz de revertir.

El escándalo de los abusos sexuales a menores podría ser el punto de inflexión en España de esta relación contra natura Iglesia-Estado. Atañe del tal modo al orden moral y a la ética social, que todo lo demás parece pecata minuta. Pero no lo es: permitir que una organización religiosa dependa sustancialmente del dinero de las arcas públicas; permitir que los colegios católicos concertados reciban una importante financiación del dinero estatal; permitir la exención de impuestos a la iglesia católica; permitir la divulgación de sus dogmas con dinero público; permitir más de 100.000 inmatriculaciones inmobiliarias, en muchos casos de enorme valor como patrimonio histórico; permitir todo ello hace que los obispos se consideren  merecedores de un respeto que no merecen, que se empoderen y aspiren a seguir siendo una fuerza en la toma de decisiones políticas, que se sientan por encima del bien y del mal. Sobre todo, del mal. Lo de estos días podría, debería, ser el principio del fin para ellos.

El ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, ha plantado cara a Luis Argüello, presidente de la Conferencia Episcopal, para que sea el Estado, a través de una comisión independiente, quien estudie cada denuncia de los casos prescritos, fije la cantidad económica correspondiente y garantice el pago a las víctimas. Lo contrario sería un abuso más de la Iglesia. Pero Bolaños y el gobierno de Pedro Sánchez deberían atreverse a ir más allá y revocar el Concordato. Eso sí sería algo cercano a una verdadera reparación integral de las víctimas de los abusos clericales. Y la reparación de los abusos históricos de la Iglesia católica que sufre la democracia aconfesional española.

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