Un cadáver en las aulas

Cecilia Salazar

Diputada de Podemos en la Asamblea de Madrid —

La LOMCE, aprobada a finales del mes de noviembre del 2013, es con seguridad una de las leyes más contestadas en la democracia española. Contra ella se convocaron las primeras huelgas de la totalidad de la comunidad educativa (familias, profesorado y estudiantes). Contra ella se pronuncian la totalidad de agentes sociales. Contra ella firman la mayor parte de los partidos políticos un compromiso de derogación en el momento en que el partido del gobierno pierda la mayoría absoluta en el Parlamento.

La LOMCE nace, pues, ligada inexorablemente a la frágil mayoría parlamentaria del partido del gobierno y frente a una mayoría social cansada de la utilización de la educación como un arma de batalla contra el oponente. Nace, muchos lo advertimos en aquel momento, con los días contados.

Las amplias competencias en materia educativa de la que gozan las diferentes comunidades autónomas y la conciencia de la fragilidad de la ley, a pesar de las declaraciones del en aquel momento ministro de educación, el Sr. Wert, hacen que, como medida de seguridad, se incluya en su articulado un calendario de implantación. Esto obligará a que en dos breves años, antes de la celebración de las siguientes elecciones legislativas, la ley esté implantada en la totalidad del Estado.

Sin embargo pronto empieza la rebelión contra la ya llamada Ley Wert. Primero fueron las comunidades no gobernadas por el Partido Popular. Ya a finales del 2014 Andalucía, Euskadi, Catalunya, Navarra, Canarias y Asturias solicitan por primera vez una moratoria que será rechazada por el Ministerio de Educación. La falta presupuestaria, la improvisación y la invasión de competencias son los principales argumentos, pero también el proceso de elaboración de la misma sin consenso alguno y su aprobación vía “rodillo parlamentario”. Una ley que responde a una forma muy particular de entender la educación: como un mecanismo de clasificación de trabajadores que obvia su función de compensación social y de formación integral de los estudiantes.

Con las elecciones del 24 de mayo la rebelión se extiende a las comunidades autónomas en las que el Partido Popular pierde el gobierno. Aragón, Baleares, Castilla La Mancha, Extremadura y Valencia se suman a la rebelión y, llevando al límite las competencias autonómicas en educación, proponen desarrollos curriculares que distan mucho los unos de los otros. Es difícil reconocer estos desarrollos como parte de un sistema educativo único.

La aprobación de la Proposición no de Ley en la Asamblea de Madrid para demorar la LOMCE parecía abrir nuevos caminos y complicaba, más aún si cabe, las dificultades de su implantación. Ahora había sido una comunidad gobernada por el Partido Popular quien había demandado su paralización temporal. Madrid, la joya de la corona, porque fue ella la que sirvió de laboratorio para experimentar lo que posteriormente cristalizaría en la Ley Wert. Madrid, cuna de la Marea Verde, que libró batallas en la calle que ahora pasan a las instituciones. Quizá sea la expresión más clara de que los tiempos del bipartidismo han acabado.

Este triunfo en la dura plaza de Madrid debería simbolizar el fin de una forma de hacer política y el comienzo de otra forma de abordar el tema de la educación en el que no se trataría de imponer la voluntad de quien gane sino de gobernar para la mayoría. Y sin embargo no ha sido así. Solo una semana después, la presidenta del gobierno declara que la LOMCE y sus desarrollos seguirán su implantación en la Comunidad de Madrid. La ley, dice, “es vinculante”, no así las decisiones de la Asamblea de Madrid. Como si la Asamblea tuviera una misión diferente a la de expresar la voluntad de los madrileños de cara a legislar según sus dictados. Hubiera sido deseable que esta afirmación hubiese estado acompañada de un informe técnico de los letrados de la Comunidad de Madrid. Entonces sabríamos que estábamos hablando, efectivamente, de leyes, hubiéramos debatido posibilidades, establecido prioridades. Pero no ha sido el caso.

Las leyes de las que hablamos, la LOMCE y su desarrollo curricular que corresponde a la Comunidad de Madrid, no son fenómenos atmosféricos frente a los que poco se puede hacer, ni son teoremas matemáticos, necesarios, imposibles de contradecir. Las leyes humanas deberían ser, en un estado democrático, la expresión de la voluntad general, de la voluntad consensuada de la mayoría social.

Para el partido en el gobierno de la Comunidad de Madrid, sin embargo, las leyes se tornan plúmbeas e inaccesibles cuando surgen de sus mayorías parlamentarias (que no sociales) y ligeras y volátiles cuando surgen de parlamentos en los que no tienen mayoría absoluta. No hay más que recordar la feroz campaña del Partido Popular hace unos años llamando a la población a la objeción a la asignatura de “Educación para la Ciudadanía”.

Hasta hace unos días, la pelota estaba en el tejado del gobierno de la señora Cifuentes. A ella le correspondía decidir para quién iba a gobernar: si para los madrileños que hablaron en la Asamblea de Madrid a través de sus diputados o para su partido político. Y ha decidido gobernar para su partido pese a que el resultado sea que nuestros estudiantes convivan, probablemente durante unos meses, con una ley agonizante, tocada de muerte, en sus aulas.

Nosotros no nos vamos a resignar. Seguiremos entendiendo que las leyes son la expresión del consenso de la voluntad de las mayorías sociales. Seguiremos, con otras palabras, queriendo vivir en democracia.