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Me cagüen TTM

El ministro de Interior, Juan Ignacio Zoido.

Elisa Beni

En una misma semana hemos asistido a la justificación de los autores de unos hechos y a la detención jaleada de los de otros similares, sin despeinarnos, y con la única diferencia de la tendencia ideológica que movía a cada uno de los actuantes. Esta situación no es nueva en España, lo que nos habla de una tendencia. Una tendencia peligrosa. Una tendencia ante la que hay que reaccionar. La doble moral que recorre nuestra opinión pública no es tal sino una prevalencia clara de una tendencia ideológica y política sobre otra, de un discurso político sobre otro, de un relato que se quiere supremacista sobre los demás. Los españoles ya no son iguales ante la ley según lo que piensen y cómo lo piensen. Tampoco la moral, cuyos límites no son los del Código Penal, es la misma según a quién se juzgue. Unos repugnan y son laminados y otros... otros son justificados y tolerados. La única diferencia es la tendencia ideológica en la que manifiestan su ignominia.

Voy a hablarles de seres por igual reprochables desde lo moral, y puede que desde lo penal, pero que han obtenido de sus acciones reacciones muy distintas. Unos era servidores públicos y en un grupo de chat de 200 personas no sólo desearon la muerte de la alcaldesa Carmena, mostrándose además xenófobos, racistas y nazis, sino que amenazaron gravemente al compañero policía que les afeó la conducta y que finalmente les denunció. Otro era un chaval independentista de 20 años que festejó en su modesta cuenta de Twitter la muerte de Maza y dicen que amenazó con unas puñaladas al delegado del Gobierno en Cataluña, Millo. A los primeros salieron a defenderlos los sindicatos policiales y docenas de abnegados comentaristas que han estado dispuestos a tragar con el anzuelo de una supuesta privacidad del foro sin tener que contener las arcadas. Al segundo le ha dedicado hasta un tuit el propio ministro del Interior, orgulloso porque una detención haya acabado con el historial de este peligroso individuo. Les juro que hay intelectos dispuestos en este país a defender que las acciones no son iguales y los resultados no son distintos pero yo no escribo para ellos.

Es un ejemplo perfecto por su proximidad en el tiempo, su enorme semejanza y su ampliamente diferente acogida por parte de la opinión pública y de los gobernantes. Nadie ha detenido a los policías fascistas y xenófobos, se ha preferido poner escolta al amenazado. No se ha dudado en aplaudir una detención del joven nacionalista que dudosamente se hubiera podido acercar a un escoltado delegado gubernamental. Ambos casos igualmente repulsivos humanamente hablando.

La utilización espuria e ideológica de los denominados delitos de odio, de los delitos apologéticos y, en general, de toda esa carga penal sobre la opinión y su expresión que ya pesa en España está cobrando niveles no sólo inaceptables sino directamente inasumibles. Estamos tocando fondo y no respecto al odio sino respecto a la intolerancia de la libertad de expresión. Peligroso. Inaceptable. Perturbador. Hablan de odio pero es un odio de vía única. Odian los independentistas y los izquierdistas radicales. Odian los titiriteros terroristas y aquellos que no aman a algunas policías y a lo que representan. Odian los rojos de mierda. Mientras, utilizan su libertad de expresión para mostrar su diferencia los xenófobos, los fascistas, los franquistas, los de la aporofobia. Esta es la España que ha construido el Partido Popular con sus reformas penales y con su estilo de gobernar. Unos titiriteros acaban siendo terroristas a la par que descojonarse de los que aún tienen a sus víctimas de la injusticia del fascismo en frías fosas comunes, no es sino una crítica política.

Los discursos del odio están de moda. Odio. Odias. A la trena con él porque me critica o me insulta. Me está odiando. Los discursos del odio son perfectos para poner a prueba el músculo de un sistema democrático y de la libertad de expresión que rige en el mismo. La forma en que se producen, la acogida social que tienen o las barreras que se instalen para la libertad de expresión, hablan claramente de las convicciones de fondo que fundamentan el sistema y permiten realizar una diagnosis sobre la calidad de la democracia en cuyo seno se producen.

Sobre los hate speech -expresión originaria de este concepto- los teóricos han explicado muy bien cómo las democracias liberales se dividen en dos clases en función del tipo de respuesta que articulen frente a ellos. Por un lado, hablan de las democracias tolerantes, cuyo mayor ejemplo sería la norteamericana, en las cuáles la fuerza de la libertad de expresión es máxima. En líneas generales, la Primera Enmienda de los Estados Unidos es de tal fortaleza que predomina siempre que no se trate de una llamada directa por la palabra para la comisión de un delito concreto. Un país en el que se permite quemar la bandera o manifestarse a un grupo nazi en un barrio judío en aras a la sacrosanta libertad de expresión.

Un país que condenó al secretario del Partido Comunista por conspiración aunque respaldando la fórmula por la cual los tribunales “deberían preguntarse siempre hasta qué punto la gravedad del mal justificaba coartar la libertad de expresión hasta lo necesario para evitar que aquel llegara a producirse, pero sólo tras haber considerado si la producción de los efectos dañinos es plausible” (United States contra Dennis, 1951) Y aquí cabría preguntarse ¿era posible la independencia catalana? ¿fue alguna vez plausible?

Por otra parte, se constata la existencia de una democracias intransigentes, en el más puro estilo europeo, en los que se tiende a restringir la libertad de expresión de las ideas que podrían socavar los propios principios de la democracia. Robert Post, uno de los más destacados defensores de la desregulación de los discursos del odio, considera que la gran tragedia europea del siglo XX puede estar en el origen de esta diferencia aunque, en el caso español, no parece ser la causa de una tendencia a tolerar lo que asoma que huele a nazismo, franquismo y fascismo y a reprimir a sus antagónicas. La expresión discursos del odio es, como poco, equívoca, imprecisa y maleable y según Vives puede que pretenda cubrir la falta de legitimidad para castigar unas expresiones que no nos gustan pero que deberían quedar amparadas por la libertad de expresión.

La situación se agrava cada día más. Hay humoristas encausados y tuiteros a los que se piden años de cárcel en la Audiencia Nacional. Miles de ciudadanos se mesan los cabellos al descubrir que hay gente que se alegra de la muerte de otros en el país en el que no había labriego que no se ciscara en todos los muertos del de enfrente por un quítame allí esas pajas. Me cagüen TTM ha sido casi un grito de guerra rural. Polvo, sudor y hierro, la Inquisición cabalga.

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