Capitalismo
Actualmente, son muchas las maneras de concebir al capitalismo contemporáneo. Mucho se ha escrito sobre las transformaciones internas que le permiten al capital, incluso en cada crisis, alcanzar una nueva potencia. También se ha tomado en cuenta el impulso incesante que lo lleva a expandirse sin límite por todos los confines del planeta y sobre su capacidad para transformar todas las relaciones sociales hasta alterar a la misma subjetividad en su modo especial de producirse.
Así, se han generado todo tipo de debates teóricos y políticos con respecto a estos puntos mencionados. No obstante, sean cuales sean, los modos en que estas concepciones actuales del capitalismo se presentan, existen ya una serie de conclusiones que, al menos desde un punto de vista histórico, parecen imponerse por su propio peso. En primer lugar ya no es posible pensar que alguna “contradicción” interna al capitalismo y su despliegue tenga la fuerza suficiente para transformarlo y hacerlo colapsar. Ese colapso, en todo caso, queda reservado para las naciones, los pueblos, las instituciones, los vínculos sociales e incluso los propios sujetos. En segundo lugar, las aparentes novedades que el capitalismo presenta, no son otra cosa que la máscara de un “retorno”, el velo de un movimiento circular que vuelve siempre al mismo lugar. Ese lugar, en donde de un modo cada vez más intenso y preciso se conecta, incluso en la pobreza más extrema, a la existencia de los sujetos con distintos mandatos implícitos de consumo, a saber: tratar la vida, la relación consigo mismo y con los otros, bajo las formas de la mercancía, la competencia, la gestión de intereses, el emprendedor de sí, la vida del endeudado o los diversos imperativos mortíferos de la autoayuda y la felicidad.
En tercer término, el movimiento circular del capitalismo, que se autopropulsa y proyecta de modo ilimitado, se caracteriza por conectar todos los lugares, carecer de barreras que impidan esa conexión y no presentar ningún límite que permita pensar en un exterior a la realidad capitalista.
Si se tienen en cuenta los tres puntos hasta aquí presentados, se podrá admitir tal vez que, al carecer de límite exterior, el capitalismo no permite entonces concebir ninguna operación que lo desconecte en su funcionamiento circular. La clásica idea de que existía un “sujeto”, predestinado por su inserción en el aparato productivo, a finalizar con el capital y acceder a otro tipo de sociedad histórica, se revela como una idea “metafísica” que desconoce la potencia actual del capital.
De este modo, estamos frente a una paradoja que se nos presenta como una elección forzada y problemática y que sin embargo, no hay más remedio que afrontar. Por un lado el capitalismo es una realidad histórica, y por lo tanto no es eterno, no es el final ni el último escalón de la realidad al cual la historia de la humanidad nos condujo, y por otro, sin embargo y como ya se ha dicho, hay serias dificultades para concebir su salida, para nombrar históricamente su exterior y para adjudicarle a la historia un “progreso” que nos llevaría a un nuevo mundo.
Con esta paradoja es con la que no hay más remedio que enfrentarse e indagar cuáles son los distintos problemas que presenta. Para ello, hay que admitir que estamos frente a una dominación que se ha “naturalizado” de tal modo que su poder mayor es presentarse como invisible y consustancial al propio sujeto. De allí, el grave problema que surge cuando se trata de buscar políticas radicales que permitan al menos pensar en una posible Emancipación del capital. Una emancipación que, a diferencia de las llamadas “revoluciones socialistas”, no está avalada por ningún programa ni científico ni objetivo.
Hegemonía
Es, en relación a esta paradoja, que surge el problema de lo que se denomina hegemonía. Pero sobre este complejo asunto, dado que no le otorgamos a ese término problemático su tratamiento habitual, es que resulta necesario establecer una serie de precisiones y diferencias que a nuestro juicio son determinantes.
Tal como lo venimos formulando el capitalismo en su modo actual de funcionamiento está atravesado todo el tiempo por marchas y contramarchas, crisis, ciclos, etc..., y que sin embargo, al ser una realidad absolutamente conectada y sin corte, su espacio se expande de un modo homogéneo. De ese modo, en el capitalismo existe “lo diferente que llama a lo diferente” pero no la diferencia, existe “lo nuevo que llama a lo nuevo” pero no el acontecimiento que interrumpa el circuito repetitivo de la mercancía, existen todo tipo de modos en que las nuevas subjetividades proliferan impregnadas por el narcisismo de los “selfies”, las compulsiones adictivas del consumo, el carácter errático e inconsistente de las biografías pero no el advenimiento singular de cada existencia hablante, sexuada y mortal en el común de la lengua.
El capitalismo conquista su homogeneidad rechazando la diferencia que constituye a cada sujeto, aquello que hace de cada uno alguien incomparable, no evaluable, irrepetible, en suma, una singularidad irreductible. Para esta operación el neoliberalismo necesita producir distintos dispositivos que destruyan el campo simbólico que siempre precede al sujeto, ese campo que hace posible en cada uno la posibilidad de una historia, una memoria, una temporalidad cuyo movimiento se puede traducir del siguiente modo: “lo que habremos sido para lo que estamos llegando a ser”. En este aspecto, el neoliberalismo es el intento más importante de deshistorización e incluso de “desimbolización” del sujeto, ya que a través de los distintos artificios producidos por el mundo de la técnica, se intenta provocar el “olvido” de todo aquello que se puso en juego en el sujeto en su venida al mundo a partir del lenguaje. El capitalismo sólo retiene del sujeto aquello que le permite conectarlo y enchufarlo permanentemente con aquellas pulsiones que no necesitan pasar por los otros y que confinan con un autoerotismo propio de la boca que se besa a sí misma. Fotografías en espejo, selfies, marcas y cortes en el cuerpo, tatuajes, etc…, dan testimonio de la reproducción narcisista a la que empuja la técnica del capital, pero también ejemplifican el esfuerzo por parte del sujeto de rescatar su singularidad expulsada por el funcionamiento capitalista.
Volviendo entonces al problema de la Hegemonía en su constitución lógica, es decir cuando no la confundimos con una mera voluntad de poder o de acumulación sin más de participantes, en definitiva, cuando la separamos de toda connotación instrumental, se nos impone una distinción decisiva. El poder del capital no es hegemónico.
Somos conscientes de que esta propuesta paradójica se aparta de la teorización clásica de la hegemonía. Pero la Hegemonía en su articulación lógica exige de entrada, en su punto de partida mismo, la heterogeneidad, la diferencia, el sujeto y la representación siempre fallida. A diferencia de la homogeneización imperante en el orden del capital, la articulación política de la hegemonía solo se instituye a partir de la diferencia irreductible entre las demandas no satisfechas por las instituciones y donde la heterogeneidad de las mismas es ineliminable. De allí la fragilidad e inestabilidad de las equivalencias que de un modo contingente, se pueden llegar a plasmar en una voluntad colectiva. Las equivalencias entre las diferentes demandas, nunca vuelven homogéneo el espacio de la hegemonía. Esta es una distinción clave. Solo de este modo, en la representación siempre fallida de la articulación hegemónica, el sujeto encuentra su lugar como diferencia. Por ello, aunque hablemos coloquialmente de “hegemonía neoliberal”, “hegemonía de la derecha”, etc…, en un sentido estricto es necesario diferenciar el funcionamiento homogéneo, constante, circular y sin vacío del capital, de la hegemonía que nace siempre agujereada, fallida e inestable, y que nunca podrá ser circular como el capital.
En este punto debemos insistir en que no se trata entonces de una oposición especular entre una hegemonía del capital y una hegemonía que pretende ser emancipatoria. El asunto es mucho más complicado, más bien se intenta, sin ninguna garantía, en el espacio homogéneo y circular del capital que vuelve siempre al mismo sitio a pesar incluso de todo tipo de crisis orgánicas, de introducir una brecha, una ruptura con las únicas armas a las que la política puede acceder: los discursos que articulan las diferencias y los sujetos que se instituyen por el común de la lengua a partir de sus prácticas. Son los únicos recursos que permiten pensar que el capital no ha realizado su crimen perfecto. No hay ninguna singularidad del sujeto que no proceda del común de la lengua y de esa diferencia absoluta, es que puede surgir la igualdad. Sin esto, solo resta la producción biopolítica de subjetividades, en todas sus modalidades, realizada por el capital.
Por último, la hegemonía no es la emancipación ya que la conexión entre ambas no es necesaria ni está establecida, pero es su condición de posibilidad. Sin la operación Hegemónica no hay campo popular y sólo “psicología de las masas”, o si se quiere, la servidumbre voluntaria del individualismo de masas propia de la época de la técnica. ¿Es la articulación hegemónica la constitución de un nuevo amo? Es posible, pero entonces primero habrá que pensar a partir de Jacques Lacan, por qué al discurso del amo no lo destituyó ninguna insurrección popular ni ningún proyecto revolucionario, y fue más bien la marcha implacable del discurso capitalista lo que erosionó sus cimientos.