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‘La casa de papel’ y ‘Berlín’, o cómo pasamos de la politización al hartazgo y el cansancio

El actor Pedro Alonso en el estreno de “Berlín”. EFE/ Juanjo Martín

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En un reportaje para El Español, la periodista, columnista –y también, añado a esa lista, amiga, por ser transparentes– Lorena Gómez Maldonado explicaba su experiencia como guionista en la serie ‘Berlín’, spin-off de ‘La casa de papel’ recién estrenado en Netflix. Lo leí con curiosidad –a la que se añadía el haber estado yo estos meses paralelamente en otra mesa de guion, más chiquitita– hasta que dos párrafos hicieron que, de golpe, dejara de pensar en series y plataformas y pasara a la reflexión sobre cuál es, en 2024, la atmósfera afectiva en la que vivimos lo político.

Por ser más clara: creo que muchas cosas distinguen ‘La casa de papel’ de ‘Berlín’, y que hay muchas explicaciones para esa distinción, pero la transición de una serie a la otra y las diferencias en su creación, son, sobre todo, la puesta en escena de un cambio en nuestro inconsciente político. El paso, de alguna manera, de la politización al hartazgo y el cansancio; de una historia que tocaba teclas lejanamente parecidas a las de Occupy Wall Street, ‘V de Vendetta’, los indignados, el 15M y la lucha de los de abajo contra los de arriba… a otra serie “de robos de guante blanco, sin violencia, confortable, festiva, hedonista y romántica”, como dice el reportaje antes citado.

‘La casa de papel’ es un fenómeno mundial, sí, después, pero es sobre todo un fenómeno español, producido inicialmente por Atresmedia y luego por Netflix, con estreno a principios de 2017, después de la irrupción en política nacional de Podemos y, probablemente, con un proceso de gestación que debió simultanearse con ese ciclo del cambio. La serie hizo famoso –hasta memético– el himno antifascista Bella Ciao, convirtiéndolo en el sonido de la banda de ladrones y vinculándolos a un hilo político, si no de izquierdas, al menos plebeyo; las caretas de Dalí que cada uno portaba sobre el mono rojo se erigían en referencia directa a las de Guy Fawkes en ‘V de Vendetta’, símbolo en Occupy Wall Street en 2011. Aunque la serie fuera un entretenimiento, un producto lleno a rebosar de fuegos de artificio, la política no estaba ausente de ella, sino que la constituía: eran los mismos años en los que era imposible no encontrarse la política en todas partes, en parte como consecuencia de la crisis, pero también porque el ecosistema español en sí mismo había cambiado.

Lo siguiente no es ni bueno ni malo, sino mero hecho estético: no hay nada de eso en ‘Berlín’. Es evidente que nadie veía ‘La casa de papel’ porque fuera una serie politizada, ojo: no era pedagógica ni doctrinaria, y su fin último era la espectacularidad, la explosión más grande. Pero, en el fondo, había política; al estar en todo lo demás, era imposible hacer la serie sin ella. En palabras de una de sus creadoras, Esther Martínez Lobato, recogidas en el artículo de Lorena Gómez Maldonado, “[escribimos] la serie en la caseta de Aravaca, donde solemos comer viendo la tele. No sé cómo lográbamos terminar de comer con una televisión de fondo que anunciaba ataques continuados sobre Ucrania. La guerra estuvo también en el proceso de creación y de búsqueda. Y la desolación en nuestras miradas. Sentimos que debíamos hablar. Que, si ‘La casa de papel’ había dado una vuelta al mundo, podíamos intentar tener voz de nuevo, y hacer fuerza cósmica con un mensaje poderoso: y ahí fue donde decidimos hablar del amor. El amor es lo único que mueve el mundo. Esa frase la colocamos con intención de que se viera y se sintiera. En un marco de odio y ataques. Siendo reduccionistas, se puede decir que lanzamos la serie para Ucrania, y a día de hoy, podemos decir que misión cumplida: ‘Berlín’ sigue siendo número uno en Ucrania”.

‘Berlín’ es una comedia feel-good con una historia romántica, políticamente aséptica más allá de ciertas consideraciones sobre temas sociales o culturales: lo relevante es que no plantea ningún antagonismo. Y es que el ánimo, en el fondo, no está hoy tan antagonista como lo estaba en 2011, 2014, 2015, 2016 o 2017; la política ha pasado de ser una oportunidad o una herramienta a ser un problema; los políticos que prometieron el cambio cambiaron ellos, pero a peor; la confianza que se tenía en plantarle cara a un banco o a un Estado, en la victoria de David contra Goliat, se ha perdido.

No es culpa de la serie, como no es culpa de ninguna otra producción audiovisual. Pero, al ser series hermanas, se hace todavía más patente esa transformación: la serie es un síntoma. Y mucho me temo que, si no se le devuelve a la política su potencia secuestrada, si no se recuperan los antagonismos que hacían vibrar, los himnos cantados en común, el resultado no será el triunfo del amor, del abrazo o del escapismo frente a la desolación: serán el solipsismo, la apatía y la reafirmación, cada uno, cada una, en nuestro cansancio particular.

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