La compasión como virtud cívica

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Llegados a este final de 2020, cuando la pandemia lejos de desaparecer se reinventa y sigue alimentado miedos e incertidumbres, no dejo de preguntarme si efectivamente hemos aprendido alguna de las lecciones que hace ya más de un año el confinamiento puso sobre la mesa de unos Estados sociales reducidos a la mínima expresión y de unos sistemas constitucionales sin el nervio esencial de la ética ciudadana de la responsabilidad. Mi natural optimismo decae ante el avance de los discursos reaccionarios y de los odios alimentados por las redes sociales y las burbujas desde las que cada uno, reconcentrado en su ombligo, es incapaz de tender puentes. De escuchar al otro y a la otra, de conversar, de tejer el tapiz plural sin el que las democracias están condenadas a ser un mero simulacro.

En plena euforia navideña, en la que más que nunca ciframos la felicidad en la realización efectiva de nuestros deseos individuales –la tan vindicada libertad “a la madrileña” -, somos ajenos más que nunca a todas las llagas abiertas en un mundo tremendamente injusto y progresivamente desigual. Un mundo en el que el coronavirus ha hecho más grandes las brechas y ha profundizado en la vulnerabilidad de los  y las más vulnerables.  No hace falta poner ejemplos de cómo las mujeres, o sea, la mitad de la Humanidad, vuelven a ser las principales perdedoras de esta crisis, o de cómo lo Naturaleza, y los seres vivos que alberga, parece condenada al desastre que alimenta la lógica extractivista del homo economicus. Todo ello mientras que, ante las inseguridades y la desconfianza en los mecanismos tradicionales de representación, crecen las lógicas mesiánicas, los fascismos recubiertos de un brillo posmoderno, las alianzas despiadadas entre los viejos poderes de siempre que ahora se nos presentan como la salvación. Ahí están, como prueba que debería como mínimo alarmarnos,  los trenzados intereses del neofascismo y los fundamentalismos religiosos como una de las amenazas más ciertas para nuestro régimen de libertades.

Ante un panorama tan crítico y con frecuencia desolador, necesitamos más que nunca voces que nos guíen, faros que nos iluminen y que, a diferencia de quienes pretenden salvarnos, nos ofrezcan pautas y argumentos. El camino racional hacia la concordia, la práctica deliberativa de la inteligencia emocional, la superación de las injusticias cognitivas como primer paso hacia la superación de todo lo que injusto se cuece en el ámbito social, económico y cultural. Una de esas voces críticas, propositivas e iluminadoras es la del teólogo Juan José Tamayo que, en una envidiable vejez “a lo Anna Freixas”, no ceja en su empeño de despertarnos y de remover nuestras conciencias con frecuencia demasiado domesticadas.

En su última obra, La compasión en un mundo injusto (Fragmenta, 2021), y tras realizar una completísima descripción del complejo momento que nos ha tocado vivir,  y en lo que desde el feminismo sería catalogado como un correctísimo ejercicio de “conocimientos situados”, Tamayo nos propone rescatar uno de esos términos tal vez demasiados lastrados por una limitada y superficial mirada religiosa. Una mirada torva y emocional que lo ha desactivado políticamente hablando. Porque lo que propone el autor de La internacional del odio es que la compasión, que forma parte de la esencia humana, en cuanto que está ligada a nuestra vulnerabilidad y necesaria interdependencia, se convierta en “un principio ecohumano fundamental, actitud ética y praxis solidaria con las víctimas en un mundo desigual e injusto”. Tras hacer un recorrido por las religiones y por la historia, el catedrático ya jubilado, pero no silenciado, llega a proponer incluso un ecumenismo de la compasión, en clara sintonía con las lógicas emancipadoras que han alimentado siempre su visión del hecho religioso y espiritual. Y eleva el principio más allá de lo moral/religioso para situarlo en el plano de la ética, y por tanto de la vida compartida, y en el de la política. Porque no hay duda de que la compasión, concebida como una virtud rompedora con el modelo de sujeto autosuficiente que amparan patriarcado y capitalismo, es una poderosa herramienta desde la que construir nuevos pactos y poner las bases para un nuevo constitucionalismo que, entre otras cosas, y siguiendo a nuestro común admirado Boaventura de Sousa Santos, tenga presentes las “epistemologías del Sur”. Todo ello en un ejercicio, a su vez, de memoria democrática que, como plantea Tamayo, subvierta el olvido de los disidentes y muy, en especial, de las mujeres, tantos siglos esclavas en las religiones y menores de edad en los Estados de Derecho. Cuerpos sobre los que no dejan de escribirse con sangre las reglas feroces de la cultura machista.

La compasión en un mundo injusto es uno de esos libros que deberíamos leer justo cuando está a punto de iniciarse un nuevo año y todas y todos, en una suerte de ritual, abrimos agendas nuevas en las que no dejamos de hacernos propósitos de enmienda. Leer a Juan José Tamayo es hacer un ejercicio esperanzado de memoria y de futuro. Aprender con él que la ética de la compasión, que es también la del cuidado, y que por tanto no puede entenderse sin la ternura, es un primer paso para tomar conciencia de la urgencia de superar un mundo de masculinidades sagradas. Todo ello sumado a la necesidad de  empezar a construir otra percepción del tiempo que sitúe a los otros/las otras, y a la vida en común, en los relojes que marcan nuestras horas. Esas que, como decía Virginia Woolf, solo dios sabe por qué las amamos tanto. Quizás porque somos de alguna manera conscientes de que es la única riqueza que podemos compartir y multiplicar. En un ejercicio renovado cada día de esa utopía que nos enseña que la igualdad siempre está por hacer.