Competitividad
Siempre que llegan los Oscar, lo pienso. No es que no lo piense en otros momentos, pero en estas fechas se me agudiza la reflexión sobre lo estúpido de basar nuestro comportamiento social en la competición.
Hace ya unos años que no me quedo despierta hasta esas horas de la madrugada a ver la gala retransmitida desde Los Angeles, pero, por los resúmenes que veo después, se sigue haciendo lo mismo: un puñado de artistas al borde de un ataque de nervios, poniendo buena cara y disimulando la angustia hasta que, después de los chistes pertinentes (o con frecuencia impertinentes), se lee la tarjeta “And the Oscar goes to...” Entonces la pantalla de nuestro televisor estalla en cinco cuadros donde vemos las expresiones de quien acaba de ganar, y las de los otros, los que han perdido. En mi experiencia, muchos de los espectadores disfrutan particularmente de ver cómo los que no han ganado la codiciada estatuilla tratan de hacer como que no era tan importante, que ya lo esperaban, que habrá más ocasiones.
A mí me resulta particularmente doloroso porque no acabo de entender ese afán de dividir a la gente entre quien pierde y quien gana, cuando es algo que a todos los humanos nos sienta tan mal. ¿Por qué nos empeñamos en perpetuar a todos los niveles la competitividad en lugar de promover el trabajo conjunto?
En las últimas décadas se ha ido instaurando -en las guarderías, las escuelas y hasta llegar a las empresas más modernas- el pensamiento de la cooperación, el equipo, el trabajo de grupo sin jerarquías, o con las menos posibles, sin perdedores ni ganadores. A mí me pareció una buena idea, pero me he ido dando cuenta de que, realmente, no es más que maquillaje. Tanto los niños de las guarderías como los equipos de jóvenes en empresas recién creadas trabajan juntos y son solidarios (más o menos) entre ellos, entre los de su propio grupo, y siguen siendo salvajemente competitivos frente al grupo de los otros. Parece que no hay nada que hacer. Da la impresión de que nos gusta así: nosotros y ellos. El equipo de casa frente al de fuera. Nuestra sociedad sigue pensando en términos claros de quién gana y quién pierde, quién está arriba y manda y quién está abajo y obedece.
Desde los primeros juegos infantiles se estimula el ganar y, aunque tratamos de enseñar a los pequeños a llevar con gallardía la derrota, esa derrota existe, y no es deseable. No se juega para pasarlo bien, para practicar un deporte, por motivos de salud, para tener amigos… se juega para ganar, desde la guardería hasta el Mundial de fútbol.
Siempre que tengo relación con un concurso literario, o veo otros tipos de concurso en la tele, o participo en algún festival, me pregunto por qué tienen que ser así las cosas, por qué lo montamos de manera que, para que una persona gane y sea feliz, cientos tienen que perder y ser desdichadas. ¿Qué necesidad hay?
Hablando de los Oscar, por ejemplo, o de los Goyas o de lo que sea, siempre me he preguntado qué tendría de malo decidir que las cinco películas finalistas ganaran todas la famosa estatuilla. ¿Por qué puede ganar solo una, si es evidente que todas son muy buenas? Aunque, claro, soy consciente de que igual da elegir solo una que elegir cinco o diez. Siempre hay muchísimas más que se quedan fuera. Igual que en las famosas listas de diciembre de las mejores diez novelas negras del año o los diez mejores intérpretes de música latina.
Entiendo que en premios o concursos donde hay una dotación económica sale más barato dárselo a uno que a a cinco. O que, si el premio es publicar el libro ganador o financiar el proyecto fílmico, no se pueda premiar a diez por igual, por puras cuestiones económicas, pero en premios donde el galardón es el reconocimiento, el prestigio, ¿por qué solo puede ser uno?
Como tantas veces me pasa, no es el ejemplo concreto lo que me ocupa la mente. A lo que me refiero es al mecanismo que nos hace querer ganar o que gane lo que nos gusta. Desde muy pequeños nos han inculcado que lo importante es ser el primero, o estar entre los primeros, que cuando emprendes un camino, el que sea, lo que cuenta es llegar a lo más alto. Y ahora, con toda la marea de redes sociales que se nos ha venido encima, todavía es peor porque, incluso si estás haciendo bien lo que sabes hacer, no es suficiente si no alcanzas la fama, esa fama tan volátil y estúpida de ser trending topic, por ejemplo.
Con esta actitud estamos creando insatisfacción y frustraciones en la sociedad. Hemos importado incluso un insulto estadounidense -loser (perdedor)- para quienes no han conseguido alcanzar lo que deseaban, y ya hay muchos adolescentes hundidos en la depresión de no “ser alguien” antes de los quince años.
¿Qué nos lleva a ese pensamiento de “solo puede ganar uno”? Si pensáramos con una mínima lógica, estaríamos en contra de vivir así porque eso significa que vamos a sufrir mucho a lo largo de nuestra vida, ya que no podemos ganar en todas las ocasiones y lo más probable es que no ganemos en ninguna, con lo cual nuestra conciencia de fracaso se irá agudizando con los años. Quizá sea similar al mecanismo que lleva a tanta gente a comprar lotería: esa idea de “a alguien le tiene que tocar, ¿por qué no a mí?”. La ventaja de la lotería es que nadie se siente ofendido o insultado por no ganar, ya que es todo una pura cuestión de suerte en la que no podemos influir, mientras que en ganar un premio literario o cinematográfico (aunque la suerte también es un factor fundamental) sentimos que se juzga nuestro trabajo, nuestra actitud, nuestra personalidad misma.
Curiosamente, incluso cuando tomamos conciencia del daño que esto nos hace como sociedad, no podemos o queremos evitarlo. Cuando alguien -pequeño o mayor- nos dice que ha estado jugando al ajedrez, al parchís, al fútbol… lo primero que preguntamos es quién ha ganado. Tenemos tan interiorizado lo de perder y ganar que no se nos ocurre preguntar otra cosa como: ¿Has jugado bien? ¿Lo has hecho lo mejor que podías? ¿Te has divertido? ¿Has aprendido algo nuevo?
Cuando alguien se presenta a un premio de canto, de piano, de novela, de cómic, de cortos... de este tipo de actividades artísticas, creativas y difícilmente objetivables tiene todo el derecho del mundo a desear ganar y a pensar que puede hacerlo, pero tiene que saber que en muchas ocasiones el resultado depende en gran parte de la pura suerte. Hay obras magníficas que, presentadas un año antes o un año más tarde, habrían conseguido el galardón porque no habrían tenido que competir con esta o aquella obra que, por lo que sea, ha gustado más a los votantes. No significa que tu obra no sea excelente, sino que en esa absurda competición en ese momento concreto, ha encontrado más eco en el jurado.
No deberíamos seguir empeñados en que solo gane uno porque eso hace mucho daño a muchas otras personas. Quizá viviríamos más tranquilos y felices si no tuviéramos que estar siempre siendo medidos y pesados, valorados desde fuera y a la vista de todo el mundo, como los actores y actrices en la noche de los Oscar.
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