Árboles y otras bellezas
Hace poco, en una reunión de vecinos, después de varios años en los que las opiniones estaban divididas, se tomó la decisión de talar tres de los árboles que rodean el edificio donde vivimos: un cerezo de más de cuarenta años que llega a las ventanas del tercer piso, un abeto casi igual de alto que la casa y un saúco (en principio es un arbusto, pero es tan grande que ya puede considerarse árbol). Las razones tienen su lógica: están demasiado cerca y quitan el sol, lo que, en Austria, tiene su importancia.
De todas formas, sé que los voy a extrañar muchísimo y no puedo evitar el pensamiento de que muchas de las cosas que hoy no me gustan del mundo donde vivimos empezaron siendo decisiones y cambios que parecían beneficiosos cuando se produjeron.
Ya hace cincuenta años empezó el furor de arrasar con las plazas y plazuelas arboladas para convertirlas en aparcamientos subterráneos, porque los coches eran mucho más importantes que los niños y ancianos que solían disfrutar de ellas. Era verdad que el parque de vehículos había aumentado tanto que era necesario plantearse qué hacer con tantos coches que, de pronto, invadían las aceras y se llegó a la mágica solución de hacer un enorme agujero donde antes hubo un jardín (la mayor parte de ellos creados en la época de los jardines románticos, en el siglo XIX, con su templete para la música de los domingos por la mañana, su fuente y sus palomas). Antiguos, vamos. Viejos. Viejunos. Algo que en los años setenta parecía dar grima a muchos ayuntamientos. Esas plazas frondosas se trasformaron en horrendas superficies calcinadas por el sol en verano, con bancos en los que nadie se sentaba porque los tristes árboles que habían plantado en los macetones de cemento no invitaban a refugiarse a su escasa sombra.
No solo la naturaleza tuvo que sufrir. En muchos de los pueblos de mi región también desaparecieron los edificios antiguos: escuelas, mercados, teatros, cines… porque había que dejar paso a la modernidad. Unas veces fueron sustituidos por construcciones dedicadas al mismo uso, pero mucho más feas, y otras veces cedieron su lugar privilegiado en el centro de la ciudad para que se construyeran pisos “de alto standing”, como se solía decir al publicitarlos, y se enriquecieran las constructoras que surgieron como setas tras la lluvia.
También desaparecieron los árboles de las calles, de las aceras, porque “ensuciaban la calzada” y, mucho peor, los coches aparcados. A cambio se crearon parques o parquecillos, casi siempre en las afueras, por el famoso principio de la “eficiencia”: Si uno quiere comprar cosas de comer, mejor ir a un supermercado donde está todo junto, en lugar de recorrer dos o tres tiendas diferentes -panadería, carnicería, verdulería, etc.-. Si quieres salir de compras, mucho mejor un centro comercial que las pequeñas tiendas de ropa que teníamos y que ya no existen. Si uno quiere sombra, aire libre y flores, que vaya al parque y, cuando se canse de tanta naturaleza, que se vuelva a casa.
Los árboles de las carreteras tuvieron el mismo destino: después de dos mil años de estar proporcionando aire limpio y frescor a los viandantes, -gracias a los romanos, que tuvieron la idea de que era mucho más agradable circular a la sombra-, resultaba que eran peligrosos para los coches. Por tanto, en lugar de limitar la velocidad en las carreteras y enseñar a los futuros conductores a conducir con prudencia, decidimos talar todos los árboles y poner quitamiedos metálicos.
A lo largo de mi vida he ido viendo cómo se buscan razones -en parte sensatas, en parte simples coartadas para ocultar otros fines- para hacer cosas que sabemos que no nos están llevando en buena dirección.
Sabemos con toda claridad -y si alguien no lo sabe es que no se informa adecuadamente- que nos estamos cargando el equilibrio del planeta. El clima está empezando a cambiar de un modo que nos deja bien claro que el futuro no nos va a gustar, aunque no nos va a quedar más remedio que adaptarnos a él. O morir como especie. Somos conscientes de que necesitamos a los árboles para que nuestro aire sea respirable, para que las lluvias no abandonen ciertos lugares donde son más que necesarias. También sabemos que un largo paseo por la naturaleza es fundamental para nuestra psique herida y maltratada por el mundo laboral y por el estrés al que estamos sometidos. Igual que es beneficiosa la belleza en nuestro entorno, la limpieza, el orden. Necesitamos ciudades hermosas, donde, sin renunciar a la modernidad, se note de dónde venimos, con edificios antiguos que nos sirvan para detener la vista y reflexionar y disfrutar de vivirlas. Necesitamos arte y museos y música, y muchas cosas que nos hacen sentirnos mejor y más en contacto con el lugar donde vivimos.
A cualquiera que uno le pregunte cómo sería la ciudad donde le gustaría vivir si pudiera crearla de cero, estoy convencida de que nadie elegiría un lugar lleno de humo de coches, de prisas, de basura en las calles, sin árboles y sin fuentes. Como simples seres humanos, nuestra necesidad de naturaleza es tan grande que incluso en los centros comerciales, en los restaurantes, en los bares más desangelados hay plantas de plástico para simular lo que de verdad nos gustaría tener.
Sin embargo, lo que tenemos son ciudades hechas para comprar, para gastar dinero, para recorrerlas lo más deprisa posible, yendo del punto donde dormimos al punto donde trabajamos. Las plazas donde aún hay más árboles que terrazas de bar ya casi no tienen bancos, y todas las superficies donde uno podría sentarse un momento a descansar antes de seguir, o donde las pandillas de adolescentes (que cada vez son menos) puedan reunirse a charlar, reírse o comer pipas, han sido convenientemente cubiertas de pinchos -como los que impiden posarse a las palomas- para que ningún humano, viejo o joven, pueda utilizarlas. Si quieres sentarte, te vas a un bar y pagas. Incluso en algunas ciudades se está planteando la idea de limitar la estancia en las cafeterías para que nadie pueda pasarse allí más de media hora con un café.
La población de las sociedades “modernas” está cambiando -a la fuerza ahorcan- y ahora, si habláramos con propiedad, deberíamos empezar a llamar “consumidores” a los ciudadanos porque una gran mayoría de nosotros se define por su poder adquisitivo, por cuánto y cuántas veces compra (lo que sea, objetos, servicios, viajes…) no por su nivel de participación en el funcionamiento político y social. Nos han reducido a seres que compran, que gastan el dinero que ganan. Cuanto más gastas (cuanto más gastos puedes permitirte) más respeto social obtienes. Por tanto, todos intentamos ganar más para poder gastar más y demostrar que “somos alguien”.
Me he ido bastante lejos de los árboles, lo sé, pero es que me parecen uno de los puntos posibles para la reflexión sobre lo que estamos haciendo, sobre el camino que hemos emprendido y que, en mi opinión, nos está alejando del lugar al que queríamos llegar. O al menos a esa meta que muchas personas de mi generación teníamos de jóvenes: un mundo más sano, más libre, más bello, más respetuoso y empático.
Cuando sales un domingo de excursión y te das cuenta de que el camino te está alejando del lugar al que querías ir, lo sensato es detenerse, ver dónde estás, averiguar dónde te equivocaste, donde cogiste una desviación que no era la correcta y, por pura sensatez, volver atrás sobre tus pasos, regresar al punto donde elegiste mal y emprender el sendero que sí te va a llevar a la meta que te habías propuesto. Es de pura lógica. Pues parece que no, parece que la filosofía de “defendella y no enmendalla” se está convirtiendo en una costumbre global; no solo es algo que hagamos en España. Empieza a ser la que guía nuestros pasos como especie y nos llevará al desastre.
Por fortuna, al planeta le da exactamente igual si somos nosotros la “especie dominante” o las cucarachas, los dinosaurios o los pulpos. Cuando por fin no estemos sobre la Tierra, los árboles la cubrirán y, si tienen memoria, recordarán lo mal que lo pasaron cuando los humanos nos creíamos los Señores de la Creación, y soltarán un suspiro colectivo de puro alivio.
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