“I want it all” es una canción del grupo británico Queen, lanzada al mercado en 1989, cuando aún no sabíamos que existirían los millennials, ni tampoco que el smartphone y las redes sociales cambiarían profundamente nuestras vidas, surtiendo un efecto similar a un milagro, como el título del álbum (The miracle).
Entonces lo queríamos todo, pero además en el momento: “I want it all, and I want it now”. Nadie tenía dudas acerca de la imposibilidad real de ese deseo, lo que nos llevaba a cantarlo con más entusiasmo por quererlo con más ganas. Treinta y tres años después, apenas lo cantamos, pero, en cambio, sí que aspiramos a tenerlo todo ya, independientemente de cuando hayamos nacido. Madres y padres estamos en pie de igualdad con nuestros hijos e hijas: soñamos con los ojos abiertos el sueño de la eterna juventud, rechazamos la experiencia real de lo imposible, y reducimos la responsabilidad subjetiva a cero, con el mismo éxito con el que uno escapa de su sombra.
Las diferencias se han desdibujado, los adultos surfean (y quizá también naufragar) en las mismas olas que los jóvenes. Ya no hay distinciones generacionales: persiguen las mismas amistades fáciles que habitan las redes sociales, visten como ellos, juegan a los mismos juegos, hablan el mismo lenguaje, aspiran a los mismos ideales. El mito de Peter Pan también se ha extendido como una pandemia de eterna juventud, envuelto en una retórica de culto a la inmadurez que persigue una felicidad libre de agobios por estar liberada de responsabilidades. Cuando uno contempla la vida a través de una o varias pantallas, ¿qué sentido tiene asumir el peso de las acciones que, en realidad, no se emprenden?
Existe evidencia empírica acerca de cómo se han retrasado en el tiempo determinados hitos vitales que se consideraban la puerta de entrada en la madurez: En Estados Unidos en 1970, tres de cada cuatro mujeres y dos de cada tres hombres antes de cumplir los 30 años habían acabado los estudios, eran independiente económicamente, vivían por cuenta, y ya tenían hijos. En 2010, una de cada diez mujeres y uno de cada 13 hombres se encontraban en una situación similar. La consecuencia es la aparición de lo que se ha denominado “emerging adulthood”. La adolescencia se ha extendido; pero, sin embargo, hay indicios de que la pubertad se ha adelantado.
A esta tormenta perfecta hay que sumar la aparición de una segunda adolescencia, que en su momento se dio en llamar la crisis de los 40 y que ahora alcanza a los 50 también. A diferencia de la primera adolescencia, esta repetición renovada parece no tener un fin claro. Nos hemos olvidado del mensaje de John Lennon, (un hijo atormentado y un padre desorientado): La vida es eso que pasa mientras nosotros corremos (ahora digitalmente).
No es extraño que se hable de la soledad de las nuevas generaciones, que como Telémaco miran al horizonte mediterráneo esperando a que llegue Ulises.