La consulta y la intransigencia
Las personas, tanto individualmente como en grupo, nos relacionamos y organizamos de una manera u otra por muy diversas razones. Las más de las veces hacemos cosas juntos sencillamente porque nos conviene (o, al menos, así lo creemos); en algunas ocasiones, en cambio, porque incluso cuando pragmáticamente no parece una buena opción subirse al carro ciertos lazos de afecto nos llevan a ello; pero en otras porque, queramos o no, nos obligan por la fuerza.
Es sintomático que en el “proceso” que ya desde hace años enfrenta España, con una creciente parte de la población de al menos dos sustanciales partes del territorio del país manifestando su voluntad de hacer vida por su cuenta, la reacción mayoritaria de la opinión pública (o más bien, de la opinión publicada a través de sus filtros habituales) y del sistema político e institucional para zanjar la cuestión sea recurrir a la tercera de las razones.
En efecto, los catalanes (ahora principal foco de atención) llevan ya demasiado tiempo bombardeados por argumentos que parecen salidos de los ejemplos de retóricas de la intransigencia que diseccionó Hirschman como los de “mira tu DNI”, “Cataluña es España y punto”, “la indisoluble unidad de la patria no puede ser puesta en cuestión” o “la Constitución impide cambiar nada”, pasando por la afirmación algo más jurídica pero igualmente cerril de que “está prohibido consultar a la gente sobre si quiere seguir siendo parte de España”.
Todos ellos son manifestaciones claras de una defensa del statu quo que reposa, en última instancia, sólo en la fuerza, última garantía de que en efecto se vaya a impedir cambiar nada, fuera o no sensato, esté la población mayoritariamente por ese cambio no, simplemente porque no. Que ésta sea la fuerza de ciertos modos de razonar jurídicamente, ejecutados por las instituciones estatales y su entramado legal es, ciertamente, mejor que si estuviéramos hablando de la fuerza de los tanques. Lo cual es un avance, sin duda. Pero obsérvese que, en esencia, lo que justifica la aplicación terca de reglas que se afirman intangibles por medio de jueces y demás es a la postre lo mismo que llevaría a hacer lo propio con una intimación a su cumplimiento algo más feroz. De hecho, así se propone ya abiertamente por algún que otro entusiasta.
El Derecho y la manera en que aplicamos las normas que nos hemos dado para regir la convivencia no tienen por qué ser sólo, ni siquiera en España, vehículo de imposición forzosa de reglas “que son así y punto”. Al revés, es esencial que sean capaces de fomentar ciertos lazos que faciliten esa vida en común y, sobre todo, que articulen de la mejor manera posible las preferencias de quienes formamos parte de la sociedad para que, en general, “nos convenga” a casi todos seguir formando parte del grupo. Si no, mal asunto. Pero parece que nuestro régimen y el oficialismo prefieren no ser conscientes de ello.
Quizás por esta razón una de las más llamativas evoluciones que se han ido dando respecto del conflicto catalán a lo largo de estos años sea el hecho de que se produzca una comprensión mucho mayor de la necesidad de atender a estos elementos entre la comunidad jurídica (a pesar de que nunca haya sido ésa en España, precisamente, un ejemplo de colectivo revolucionario o revoltoso) de lo que es común en el debate público y político.
No es por ello extraño que la sensación más o menos compartida que dejó la ya tristemente famosa sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010 sobre el Estatut de Catalunya de 2006 entre las personas dedicadas al Derecho público fuera muy mala, en contraste con las generalizadas alabanzas que recibió de partidos políticos en el poder y en la oposición y de casi todos los medios de comunicación (así como de las plumas de otros ámbitos que suelen opinar sobre asuntos públicos).
La sentencia, emanada de un órgano inevitablemente político como es todo Tribunal Constitucional, pero que ha de actuar usando instrumentos jurídicos, olvidó que el Derecho no puede ser sólo un ordeno y mando de quien tiene la última palabra (siendo cierto que quien la tiene, en nuestro sistema, y manda mucho por ello, es el propio Tribunal).
Así, el Tribunal se permitió agresiones gratuitas a importantes elementos del acervo emocional compartido y pactado parlamentariamente (desde meterse a censurar preámbulos a arramblar de repente con normas de protección de la lengua catalana indiscutidas desde hace décadas, avaladas reiteradamente por el propio TC en el pasado y en absoluto problemáticas, decisión que está teniendo grave consecuencias prácticas) y además envió el mensaje de que a los ciudadanos catalanes lo que les tocaba era poco menos que obedecer y callar (por ejemplo, en todo lo atinente al reparto de competencias a pesar de que las reglas del art. 149 CE en teoría cedían un gran protagonismo a los Estatutos en la definición final del reparto, ahora convertido en letra muerta a expensas de que el TC rectifique y amplíe cuando guste el ámbito de acción estatal).
Todo lo cual convertía el texto en muy desagradable, pero sobre todo, como ha señalado casi todo el mundo que ha estudiado el texto, en muy desacertado jurídicamente en una cuestión tan clave como sus manifestaciones sobre el reparto de competencias. Con el agravante, de consecuencias políticas tremendas por discriminatorias, de que decenas de artículos prácticamente idénticos a los anulados para el caso catalán siguen en vigor y nunca han sido cuestionados cuando han formado parte de Estatutos de otras regiones. Sin que, por cierto, ni la unidad de la patria ni la arquitectura constitucional de nuestro sistema, aparentemente, se hayan desmoronado por ello.
En un contexto así no es desgraciadamente de extrañar, por muy suicida que sea, que iniciativas con un no desdeñable potencial legitimador del sistema institucional español (para lograr que “convenga más” a los ciudadanos catalanes) como la consulta se desdeñen de plano con argumentos de una puerilidad técnica tal como “la Constitución no lo permite”. Prácticamente cualquier jurista que ha dado su opinión ha manifestado que un recto entendimiento de la cuestión muestra, antes al contrario, que la Constitución, por supuesto (y menos mal que es así), permite a los ciudadanos dar su opinión sobre esta y otras muchas cosas.
No tiene sentido dar un listado de nombres, pero basta recordar las manifestaciones reiteradas en este sentido, desde hace tiempo, del antiguo presidente del Consejo de Estado (de nuevo, otra entidad poco revoltosa, conviene recordarlo). Simplemente haría falta para poder consultar (y en esto es verdad que el régimen de 1978 es mucho más restrictivo de lo habitual en casi todos los países democráticos) que el gobierno del Reino de España lo autorice. Y ya está. Hace muchos meses que este gobierno tiene sobre la mesa razones de peso para hacerlo, como es el hecho de que más de dos terceras partes de la sociedad catalana (según todas las encuestas) y de sus representantes parlamentarios (según los resultados electorales) lo pidan insistentemente.
No estamos, pues, ante una negativa que tenga que ver con razones jurídicas sino políticas y, en definitiva, hay que constatar que lo que casi todo el mundo trata de vender a la ciudadanía como un “la Constitución no lo permite” es, en realidad, como saben los que se dedican a esto, un “no nos da la gana y a callar”. Y es un desastre que no nos dé la gana (o, más bien, que no le dé la gana a nuestro gobierno) porque esa consulta tendría muchos efectos beneficiosos, además de ser importante democráticamente para dar salida a las exigencias, amplias y democráticamente expresadas, de buena parte del parlamento catalán.
De nuevo llama la atención en este punto cómo diverge la intransigencia pública, política y mediática más o menos habitual con la opinión de los juristas, que de forma cada vez más amplia (véase por ejemplo el reciente especial de la revista El Cronista sobre el tema, con participación de muchos juristas catalanes y no catalanes por lo general nada sospechosos de separatistas) asumen no sólo como posible sino como naturalmente deseable dentro del marco de valores propios a un Estado democrático y de Derecho que se realice la consulta.
Pero es que, además, realizar la consulta tendría otro efecto muy positivo, pues obligaría a reubicar el debate allí donde, si de verdad a alguien le interesa la unidad de España e incluso si le preocupan cuestiones mucho más importantes que ésa como es determinar cómo garantizar mejor el bienestar de quienes somos sus ciudadanos, debería estar: en cómo empezar a plantear los numerosísimos cambios que hemos de hacer para que a los catalanes les convenga seguir siendo parte de España. Más que nada porque no pocas de las razones por las que a los catalanes este Estado les interesa y renta cada vez menos seguir haciendo camino con nosotros son muy parecidas a las que nos afectan a los demás (desprecios e insultos gratuitos al margen).
El listado puede hacerse tan largo como se quiera: un diseño institucional pésimo (el modelo de gestión y utilidad práctica del Tribunal de Cuentas y sus francachelas, por mencionar sólo un ejemplo, no sólo fastidian a los que viven en Cataluña), una recentralización galopante en beneficio de unas elites socioeconómicas cada vez más atrincheradas (¿o es que sólo a los catalanes les fastidia la vida un Estado que recorta en servicios básicos mientras sigue atendiendo privilegiadamente a ciertos lobbys), una manifiesta incapacidad para asumir la más mínima porosidad democrática (que a todos los españoles nos impide decidir nada, más allá de votar cada cierto tiempo, y así nos hemos de tragar sí o sí desde el nuevo Borbón a decretazos ejecutivos uno tras otro y a ritmo de mambo) o una manera de repartir el dinero de todos que no tiene ni pies de cabeza (y que, de nuevo, afecta a otros muchos, y sé de lo que hablo pues como valenciano vivo en un territorio que ha de aportar a la “solidaridad territorial” desde hace décadas parte de sus ingresos a pesar de tener un PIB per cápita por debajo del 90% de la media nacional, situación única en Europa, como recientemente han puesto de manifiesto sin posibilidad alguna de que sea cuestionada esta increíble anomalía, los números oficiales distribuidos por la propia Hacienda del Reino en forma de balanzas fiscales).
Que los catalanes, ya que lo piden desde hace tiempo democrática y masivamente, puedan ser consultados, ayudaría sin duda a que el “derecho a decidir” sobre estas y otras muchas cuestiones de todos los españoles empezara a ser puesto también sobre el tapete, lo que sería, sin duda, muy bueno. Porque, no nos engañemos: esa consulta sobre la independencia catalana, cuando se dé (sea en la forma que sea), España sólo la podrá “ganar” trabajándose una reforma muy profunda de todos estos (y algunos otros) modos de hacer. Sólo una España mucho mejor que la actual, dado que la actual es un verdadero desastre, puede “rentar” a alguien que tenga otra opción a la mano mínimamente sólida e ilusionante.
Hay que saber emplear, pues, la consulta catalana para iniciar una reforma en serio de muchos modos de hacer desgraciadamente totalmente asentados en nuestro país. Desde la poca costumbre de tener en cuenta las opiniones de la ciudadanía a cómo sería posible una articulación territorial que nos conviniera más a todos. En ambos sentidos, de nuevo, llama la atención, y es un leit-motiv que vuelve a aparecer, la distancia entre académicos, universitarios, que llevan décadas con grandes consensos sobre las insuficiencias en ambos planos, y lo acomodado e intransigente del debate público sobre estas cuestiones entre no juristas en este país. Una prueba de la utilidad de la consulta para mejorar en este punto es que, incluso sin haberse concretado, ya ha logrado poner sobre el tapete propuestas de articulación federal del diseño institucional español coherentes con el diseño aparente del Estado de las Autonomías como las que llevan dos décadas trabajando juristas como Eliseo Aja, generando grandes consensos entre los especialistas a estas alturas muy asentados y compartidos que, por fin, parecen empezar a ser atendidos fuera de esas esferas.
Así pues, y más allá de razones del enorme peso jurídico de la arriba mencionada “no nos da la gana que votéis”, los españoles hemos de empezar a asumir que pretender a estas alturas arreglar los problemas de convivencia diciéndole a una mayoría de la gente que se calle y que así son las cosas “porque lo pone en tu DNI” no sólo es una salvajada sino que, además, ni va a funcionar para arreglar nada en las relaciones España-Cataluña ni es bueno para todos los demás afortunados súbditos del este Reino nuestro. Y tarde o temprano hará crisis.
Una crisis que, por ello, afectará no sólo a los ciudadanos catalanes sino a todos los españoles, que seríamos también beneficiados de que empiece a cambiar de una vez esa manera de interpretar nuestro Derecho y nuestra Constitución como meros blindajes para evitar la participación y la interferencia de la opinión de la gente en la adopción de las decisiones “que tocan”, y que al parecer siempre han de ser muy conservadoras, por parte de los que se han arrogado el monopolio de tomarlas. Esa opinión ciudadana es esencial que se traslade y sea tenida en cuenta para poder establecer mecanismos de convivencia que, mal que bien, nos hagan pensar a una mayoría de la población que este invento “nos conviene” globalmente, aunque puntualmente pueda dejarnos insatisfechos en esto o aquello. Es lo que pasa, sencillamente, en las democracias normales. Y que no pase aquí, ver y leer las reacciones y los enroques del sistema, es algo que no sólo para los catalanes es absolutamente desolador. Porque pone de manifiesto, por triste que sea, que no somos todavía, y es duro reconocerlo, una democracia normal y homologable a lo que hay por ahí fuera.
Andrés Boix Palop es profesor de Derecho administrativo en la Universitat de València