En su origen, esta expresión se refería a los medios para frenar el avance de enfermedades infecciosas, plagas, epidemias…, tales como la limitación de los movimientos de personas en una determinada área geográfica, fijando fronteras para detener su propagación. Está claro que un cordón sanitario de esta naturaleza restringe derechos fundamentales, como la libertad de movimientos, pero tiene una finalidad tal que la restricción es asumida como necesaria, racional y proporcional.
Hoy, los cordones sanitarios tienen también que ver con medidas políticas para evitar la expansión de determinadas ideas, de su representación en las instituciones democráticas e, incluso, de su presencia en la sociedad a través de los medios de comunicación.
O sea, que para evitar el avance de unas ideas, en defensa de la democracia, se limitan derechos. ¿O no se limitan? ¿O, aunque se limiten, es legítimo?
Actualmente, en política, muchas expresiones y, sobre todo, muchas ideas, han perdido gran parte de su valor y de su contenido. Creo que el “cordón sanitario” es una de ellas.
Porque, ¿qué ideas pudieran equivaler a una enfermedad infecciosa cuyo avance habría que frenar y de cuyo contagio se nos ha de proteger?
No es fácil responder a ello, en absoluto. Ni sé quién tiene atribuida la responsabilidad y el deber de calificar así las ideas –en peligrosas o no, en extremistas o no– ni a quién corresponde frenar su expansión. Seguramente a nadie, pero también a todas las personas y grupos humanos concernidos, llegados a cierto punto.
Tengo para mí que, cuando la idea del cordón sanitario se aplicó por vez primera en Francia, en la década de 1980, al Frente Nacional, la derecha tradicional del partido de Chirac tuvo algún otro motivo más que el de evitar el avance de determinadas ideas y que, en su decisión de no pactar con el FN, tuvo mucho que ver su temor a ver invadido su espacio político. Pero, en cualquier caso, lo que parece claro es que, motivo arriba o abajo, decisiones similares, que han ido tomándose hasta ahora, no han servido para la finalidad de detener su avance en la audiencia electoral que tiene en la ciudadanía, aunque sí en su llegada a diversos ámbitos de poder.
Siento, por otra parte, que no es la primera vez que asisto a la aplicación de un cordón sanitario, aunque no se le denominara así con claridad. Imaginarán que, viviendo en Euskadi, me refiero al aislamiento político de lo que se llamaba “izquierda abertzale”, en razón de su no rechazo –o como se le quiera decir– de la violencia de ETA. Bien, era un motivo relevante que, para algunas fuerzas políticas, hoy sigue estando vigente –véase PP vasco o Navarra Suma e, incluso, hasta hace nada, el PSN e incluso el PSE–.
Pero ahora resulta que la idea del cordón sanitario ha hecho fortuna y que, si no tienes un partido al que aplicarle tal barrera, no eres nadie en política. Cada uno tiene otro a quien aislar, cuyo mensaje silenciar y cuya presencia representativa obviar. Y son cordones cruzados, apelando a los “extremismos”, a los “populismos” así, sin más. Como si estar en el extremo de una política mediocre fuera una excentricidad rechazable y no pudiera ser, en ocasiones y dependiendo de los contenidos, la posición más cabal y socialmente responsable que quepa imaginar.
No pretendo frivolizar. Pero me parece preocupante el establecimiento de barreras a ideas políticas que, aunque me parezcan absolutamente rechazables, me cuesta pensar en silenciar. Desde luego que es un peligro que gobierne quien piensa que la violencia contra las mujeres no tiene ninguna especificidad o que las personas migrantes no merecen el mismo respeto y protección que las nacionales, o que la dictadura de Franco no fue tal y fue –déjenme recordar unas palabras de Mayor Oreja en 2007 negándose a condenarla– algo que representaba a un sector muy amplio de españoles y una época de extraordinaria placidez.
¿O no ha sido y es todavía hoy peligroso e incluso letal para cualquier Estado de Derecho haber torturado en dependencias policiales y no haberlo ni rechazado ni investigado siquiera mínimamente –como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo lo viene reiterando–? ¿O no fue rechazable desde el punto de vista los derechos humanos más básicos colocar alambres de púas y cuchillas –las famosas “concertinas”, sí– en las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla como lo hizo el Gobierno de Rodríguez Zapatero? Y así, suma y sigue.
Quizá yo, siguiendo la misma tesis del cordón sanitario, lo habría aplicado ya hace años a varios partidos políticos. Quizá, seguramente, me habría quedado casi sola. Y quizá, sobre todo, no se habría conseguido que determinadas ideas no avanzaran. La única forma de detener ideas repugnantes es que la gente las escuche, las razone, las compare, las pase por el filtro de su propia persona y, en definitiva, las rechace finalmente con convicción.
Haber escuchado de su propia voz las palabras de Ortega Smith la pasada semana no tiene precio. Ni lo tiene su incapacidad para responder a una víctima de la violencia que parece negar. Esas palabras –y no el silenciarlas– generan un cordón sanitario como ninguna decisión política puede hacerlo. Sus palabras y sus ideas son su propio cordón. Lo veremos.
Pero lo que no es posible es proteger la democracia ni los derechos humanos impidiendo que la ciudadanía conozca plenamente tales ideas, sino permitiendo que se perciban como lo que son, ataques a los derechos y retrocesos en lo ya conseguido. Lo contrario será ahorcarnos con nuestros propios cordones.