La declaración del ministro de Justicia esta mañana en Onda Cero es un indicador de que no hay Gobierno. Un indicador de que hay un Consejo de Ministros, pero de que no hay Gobierno con un proyecto de dirección política para el país. No es imaginable que, con una dirección política unitaria, un ministro pueda actuar de la manera en que lo ha hecho el de Justicia, dejando descolocados a los demás ministros y a los dirigentes del partido. Me imagino que también al presidente. La cara del ministro de Interior en Algeciras cuando fue interrogado por un periodista esa misma mañana lo decía todo. Exactamente igual que la de Martínez-Maillo. Nadie sabía nada. Desconcierto general.
Lo ocurrido esta mañana es expresión de desorden, de desbandada, de que no hay nadie que dirija y, como consecuencia de ello, no hay ningún ministro que sepa a qué tiene que atenerse. Cada uno reacciona en cada momento como le parece adecuado. En este caso, desconcertado sin duda por la magnitud de la protesta ciudadana tras la sentencia de 'la manada', a Rafael Catalá no se la ha ocurrido otra salida que desplazar cualquier posible responsabilidad hacia los jueces, incluido el órgano de gobierno de los mismos, el Consejo General del Poder Judicial. A todos los ha acusado de tener conocimiento de una circunstancia singular que concurría en el juez que redactó el voto particular, que lo inhabilitaba, en su opinión, para el ejercicio de la función jurisdiccional en este asunto. El conocimiento “por todos” de esa circunstancia singular debería haber conducido a que se tomaran las medidas oportunas para apartarlo del Tribunal que dictó sentencia.
El voto particular es, sin duda, vomitivo. El autor del mismo podía haberse incorporado perfectamente a la “orgía” que él vio en el vídeo, y haber participado en la penetración múltiple de la chica, ya que se trataba de una relación placentera. La sociedad española de manera muy multitudinaria ya ha dicho lo que piensa del voto particular de dicho señor. Pero un ministro de Justicia es un ministro de Justicia y no puede hacer lo que podemos hacer los ciudadanos que no tenemos esa responsabilidad.
En el caso de que él hubiera tenido conocimiento de alguna circunstancia que inhabilitaba de facto, aunque no fuera de iure, a ese juez para formar parte del Tribunal que iba a conocer de este asunto, tendría que haber hecho lo que estuviera en su mano antes de que se constituyera dicho Tribunal para conseguirlo. Para eso dispone de una relación jerárquica, impropia pero jerárquica, con el Ministerio Fiscal. Una vez constituido el Tribunal, no puede decir absolutamente nada. Y mucho menos después de haber dictado sentencia. Lo más que puede hacer es dirigirse al Ministerio Fiscal para que recurra la sentencia.
Rafael Catalá es un mal ministro. No debe olvidarse que fue reprobado por el Congreso de los Diputados por una mayoría extraordinariamente amplia. Con su conducta se inhabilitó para el ejercicio de la función ministerial. Pues eso es lo que significa la reprobación. El ministro parte con una legitimidad democrática de origen, que le ha sido transmitida por el presidente del Gobierno, que la ha recibido en la investidura del Congreso de los Diputados, que es el único órgano constitucional que tiene legitimación democrática directa. Dicha legitimidad de origen la pierde con el ejercicio desviado del cargo, pérdida que certifica el Congreso de los Diputados con la aprobación de la moción de reprobación. Este es el proceso de legitimación democrática propio del Estado constitucional.
El presidente del Gobierno hizo caso omiso de la reprobación y mantuvo como ministro de Justicia a Rafael Catalá. Como no podía ser de otra manera, el ministro ha vuelto a hacer un ejercicio desviado del poder. Por puro oportunismo, por subirse a la corriente de protesta ciudadana contra la sentencia de 'la manada' y desplazar el foco fuera del Gobierno. Ahora el problema no es del ministro, sino del presidente. Ha sido él el que se ha empeñado en mantenerlo en el Ministerio contra una mayoría muy transversal del Congreso. No puede esperar la más mínima comprensión. Y con un margen de maniobra extraordinariamente reducido tras lo que está ocurriendo en esta legislatura y cuando depende del Poder Judicial más de lo que ha dependido ningún presidente del Gobierno hasta la fecha.
No estoy seguro de que Mariano Rajoy tenga la posibilidad de hacer una crisis de gobierno en este momento. O de que crea que dispone de tal posibilidad. Ni dentro de su partido, ni fuera del mismo. Y, sin embargo, crisis tiene que hacer, porque el ministro de Justicia no puede permanecer en el cargo. ¿Puede sustituir a Rafael Catalá como sustituyó a Luis de Guindos?
Cuando se prescinde del principio de legitimidad democrática, se pierde la posibilidad de dirigir políticamente el país. Se puede mandar, pero no gobernar. Se puede mantener a ministros reprobados, se puede retrasar la sustitución de una presidenta de una Comunidad Autónoma que se encuentra por su propia conducta en una posición insostenible, pero al final la ley de la gravedad se impone. Sin legitimidad democrática se acaba en el desorden. Porque la democracia consiste precisamente en eso. Mariano Rajoy solo entiende la legitimidad democrática con mayoría absoluta. Es incapaz de buscarla cuando no dispone de dicha mayoría. Por eso esta legislatura está siendo un fraude.
Y resistir no es gobernar. Cuanto más se resiste sin legitimidad democrática, tanto más aumenta el desgobierno. En la mañana de ayer pudimos comprobarlo.