Roza la treintena y tiene restos de purpurina en la piel. Sus dedos mulliditos repican sobre un teclado blanco de Mac. Dedica el día entero a buscar riñoneras veganas y tribus feministas amazónicas en internet. Cobra por ello. Es caprichosa, agénero, ortoréxico, dramaqueen.
Este sería un retrato robot de los profesionales afectados por el ERE en PlayGround y por el cierre de Buzzfeed España y Buzzfeed Lola. Esta sería yo después leer decenas de tweets y posts que celebran el ocaso de estos medios digitales de habla hispana. Somos gente “con bilis lila que vive del cuento”, “gays millennials”, defensores del “feminismo divinity”, “miserables pseudo periodistas” y “Beyoncés sin conciencia de clase”.
No es preciso enlazar aquí los artículos basura que publica semanalmente la prensa seria, tampoco dejar constancia de los contenidos de calidad que han aparecido en ambas plataformas durante los últimos años. No es necesario porque considero legítimo aborrecer un medio de comunicación y alegrarse de su cierre. Sin embargo, detrás de muchas de estas celebraciones puedo oír, a lo lejos, un rebuzno sideral. Percibo cierto espíritu de venganza. Como si a los jóvenes que trabajamos en estos medios nos fuera a venir bien una patada en la boca. Nos imaginan extraños pero también nos imaginan ricos.
No importa que nuestros cuerpos —y no es una forma de hablar— sufran el martillo hidráulico del capitalismo creativo, ni que a final de mes a muchos no les llegue para alquilar una habitación con ventana o ir al dentista. La mayoría de millennials —quizá sea este un nombre con demasiado brilli brilli para lo que en realidad entraña—vivimos adaptados a la incertidumbre, a la precariedad crónica, a los eufemismos mágicos y a los aleccionamientos diarios. Mi experiencia es que aguantamos el peso de un camión pero por algún motivo insisten en vernos como bailarines contemporáneos, ligeros y despreocupados. Somos periodistas del futuro sin futuro, y siempre lo hemos sido.
Sin embargo hay algo que distingue a la trabajadora de un medio viral de un teleoperador o una repartidora de comida a domicilio. Y no tiene que ver con sus condiciones de vida, sino precisamente con el hecho de ignorarlas con motivo de su actividad: si escribes un artículo sobre veganismo, hombres trans o feministas amazónicas no eres una obrera real. Eres un unicornio obsesionado con la identidad que no sabe lo que es trabajar duro.
La inestabilidad tridimensional en la que flotamos la mayoría de jóvenes españoles, documentada hasta la saciedad en terribles gráficos que a nadie le importan, carece de relevancia si nuestros intereses son percibidos como “elitistas”. De algún modo, el prejuicio siempre consigue subirse a hombros de la realidad y va repitiendo la misma idea: tus desastrosas condiciones materiales de vida no son verosímiles si eres lo que se entiende por una “moderna”.
Es una sensación increíble vivir en la mierda y que te tachen de privilegiada, como si un nuevo marco mental impidiera imaginar a feministas o a personas LGTBI en la cola del paro. Qué disociación asombrosa. Qué manera de negar el presente de miles de trabajadores y trabajadoras. Me pregunto: ¿no es este un tipo de clasismo muy raro y muy rancio? ¿Por qué negar la diversidad de los individuos que sufren los excesos del capitalismo? Quizá tenga que ver con proteger una identidad que no es precisamente la de los unicornios.
A menudo nos preguntan en qué planeta vivimos y nosotros tratamos de imaginar el lugar en el que viven aquellos que creen que nos resbalan nuestros derechos laborales. Precisamente, cientos de jóvenes de nuestro país podrían dar ponencias sobre las más novedosas y sofisticadas formas de explotación.
Si sonreímos es porque no conocemos otra cosa. Quiénes creéis que somos y quiénes creéis que sois.