Hace ya unos cuantos días, desde el ataque sorpresa de Hamás al festival de música que desencadenó esta nueva fase de la guerra con Israel, que me encontraba en una situación extrañísima respecto de esta columna. Sabía que iba a verse mal escribir sobre “otra cosa” con todo lo que estaba pasando y, al mismo tiempo, me pregunté de dónde sacaría yo, una persona que a duras penas puede ubicar a Cisjordania en un mapa, seis mil caracteres sobre un conflicto complejísimo que no se resuelve en tres clics de Google.
Condenar al terrorismo sin peros, reconocer la violencia de la ocupación, nada de eso pasa de un párrafo y, por otro lado, ¿qué sentido tendría? No soy presidente, no soy funcionario. Una columna no cumple el rol performativo de la declaración de un político, que desata corridas y organiza relaciones diplomáticas: siempre creí que un intelectual debería escribir sobre aquello sobre lo que tiene algo que aportar, una pregunta que reconfigurar, un concepto, un argumento, una reflexión que al menos pueda pretenderse mínimamente original o que no esté dando vueltas públicamente y sea valioso poner en circulación. Por supuesto, tengo una columna de domingo y hay que escribirla todos los domingos, y una se siente desubicada escribiendo sobre cualquier cosa cuando pasa algo demasiado importante. Nunca sé cómo resolverlo cuando se trata de temas políticos y económicos sobre los que no tengo nada que aportar. Algunas veces, en esos casos, no he salido con columna. Otras, como esta semana, he intentado encontrarle la vuelta.
Desde hace varios días me escriben desconocidos preguntando por qué no había posteado nada en Instagram sobre lo que pasa en Israel y Gaza. Ninguna persona de mi entorno lo hizo: la gente que me conoce sabe que mi papá murió en la AMIA [ataque terrorista al centro judío AMIA en Buenos Aires en 1994, que dejó 85 muertos y 300 heridos y que se ha atribuido a Hizbolá] supuso, con tacto y certeza, que probablemente no me convenía exponerme a la violencia y la ignorancia de Internet sobre un tema tan sensible. No sabían, yo tampoco, que aún no haciéndolo estaría expuesta igual.
La gente que me conoce sabe que mi papá murió en la AMIA. No creo que a nadie le resulte novedoso que perder a alguien en un ataque terrorista es una cosa muy triste
De la gente que no me conoce, algunos supongo que conocen mi historia; otros no, y solo saben que tengo un apellido judío: lo que todos compartían, sin embargo, era un tono de acusación. Algunos lo disfrazaban de curiosidad genuina (“es que realmente me interesa tu opinión”), pero de verdad, si te interesa mi opinión, ¿por qué querés que postee en Instagram el mismo texto estandarizado que vos? ¿Por qué te interesa la opinión de alguien que no puede decir de memoria las fechas de la primera y la segunda Intifada? Por supuesto que ya sé que no les interesa mi opinión, sino eso: una foto que indique que pienso lo mismo que ellos, que no soy una “progre traidora” a la que las muertes la conmueven “todas por igual”.
Hay mil posteos circulando, repudios para todos los colores: no es una cuestión de quedar bien o mal, la verdad es que hay textos para todas las audiencias y yo me dedico a escribir, tengo clarísimo cómo hacer un repudio elegantísimo que no ofenda mucho a nadie y me haga quedar bien con todos y sacarme el tema de encima (vi varios muy buenos en las cuentas de algunos famosos). Lo podría haber hecho, para que dejaran de molestarme desconocidos mal intencionados con un tema que para mí es personal y sensible; pero la verdad es que nunca hago eso.
No lo hice ni siquiera con temas que manejo mejor. Cuando manejo mejor un tema, escribo. El intercambio de posteos qua remeras que indiquen “de qué lado estoy” nunca fue la forma en que me interesó participar de la discusión pública; y no me siento ni soy tan importante como para tener que hacer una declaración formal de repudio en tono de comunicado de prensa de Cancillería.
No creo que a nadie le resulte novedoso que perder a alguien en un ataque terrorista es una cosa muy triste.
Lo que me interesó, en cualquier caso, fue la saña: de los que saben que soy hija de víctima y de los que no lo saben, que solo saben que soy judía y que, como muchísimos otros judíos, conozco gente que está en Israel pasando los peores días de sus vida, o ya ni eso. Es mitad fascinante y mitad perverso que, con todo lo que ocurre, haya gente que decida que la mejor forma de acompañarnos y tratar de entender un conflicto que nos afecta de maneras diversas sea entrar en una batalla cruel con sus amigos (reitero, hablamos de gente de a pie: a los políticos hay que exigirles otras cosas, incluso cuando sus declaraciones al final tampoco terminen importándole a nadie) para evaluar si están suficientemente cerca de la posición que más les gusta.
Yo uso mi tiempo para leer y entender, porque efectivamente sé poco de este tema del que hoy tengo como ciudadana de este mundo la responsabilidad y la urgencia de informarme. No comulgo con ese ethos del presente según el cual una víctima es experta en algo más que en su propia historia, y sobre eso no tengo mucho que aportar. No creo que a nadie le resulte novedoso que perder a alguien en un ataque terrorista es una cosa muy triste. Si tengo algo para decir quizás es esto: es mucho más difícil ponerse una bandera y no dejarse afectar por todo lo que pasa cuando sos hija de un inocente muerto y sabés que, en todos lados, hay gente que sufrió lo mismo que vos o cosas mucho peores, sin comerla ni beberla.
No tengo, quizás, la frialdad ni la rapidez de otra gente para decidir qué hay que decir ni qué hay que hacer. A mí, mi historia me hizo más hipersensible que beligerante: no culpo ni señalo a nadie que haya vivido algo parecido y se haya ido para ese lado, y honestamente creo que ninguno de los dos tendría razón.
La gente que me conoce sabe que mi papá murió en la AMIA. No creo que a nadie le resulte novedoso que perder a alguien en un ataque terrorista es una cosa muy triste.
Por otra parte, entiendo de dónde viene ese impulso policíaco. Vivimos en una época sobreinformada en la que una se entera todos los días de demasiadas cosas terribles contra las que no puede hacer absolutamente nada. Encima de todo, una época interactiva, en la que nadie se aguanta ser impotente o no ser protagonista. No está ni bien ni mal, pero nos enloquece: es muy difícil aceptar que está pasando algo que te importa muchísimo sobre lo que no tenés absolutamente ninguna influencia.
No digo que las posiciones y la esfera internacional no sean importantes; otra vez, creo que sí es una utilización valiosa del tiempo y el activismo reclamarles a políticos y agrupaciones que elaboren condenas públicas que generen contextos. Tampoco tengo nada en contra de subir a las redes sociales lo que uno quiera sobre el tema que le plazca: me parece perfecto si es la forma que uno tiene de expresar lo que está sintiendo y de compartir, y puede tener ese valor para la persona que así lo vive. Mucha gente que conozco, quiero y respeto lo hace, y no le exige al resto que haga lo mismo, supongo que porque tampoco creen que eso las haga ni mejores ni peores personas. Supongo que tampoco piensan que en las redes sociales uno pone todo lo que es y todo lo que piensa, y saben que una elige qué expone en cada situación pensando en su bienestar y su intimidad.
Pero la violencia desatada contra gente de a pie que uno no sabe en qué está y cuyo enérgico repudio no salvaría ni una sola vida (porque les juro que yo haría mil posteos si pensara que los posteos salvan vidas) es otra clase de intervención, muy distinta de la de los que se expresan sin ir a vigilar a nadie. Es la megalomanía de quien cree que posteando salva al mundo, quien necesita creerlo porque si se enfrenta con la realidad de su propia irrelevancia entra en una depresión profunda (porque sí: es terrible que estén masacrando gente y no podamos hacer nada). Es, también, el goce acusador de quien denunciaba a los vecinos por salir a pasear al perro dos veces el mismo día.
La posición de la altura moral nunca fue más fácil de alcanzar que en Instagram.
Esa clase de goce perverso en el señalamiento del otro es viejísima, las religiones y todos los regímenes que precisan poderes de policía internos se montan en ella desde siempre, pero ahora encima es peor, y no solo porque podés volcarlo sobre desconocidos, sino porque la posición de la altura moral nunca fue más fácil de alcanzar que en Instagram. Antes, al menos, el que te señalaba por impuro tenía que pretender vivir una vida pura. Ninguno de los que me escribieron combate ni dona dinero ni arriesga un milímetro de su bienestar posteando banderitas: arriesgan mucha menos salud mental, de hecho, que yo misma escribiendo esta columna.
Si para ejercer su poder de vigilancia estuvieran obligados a hacer algo más que un clic tendrían que quedarse callados; pero quizás finalmente de eso se trata la famosa cultura de la cancelación, de lo gratis que sale hoy estar del lado del bien, que ni siquiera te exige el grado cero de empatía y respeto por gente que no tenés idea de qué piensa, de cómo vive, de cómo la está pasando.